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ESBAT

Me he despertado cada madrugada de jueves de los últimos 2 años para alistar todo en la camioneta, las cajas de plástico reforzado en las que deposito y agrupo por función biológica cada órgano; el olor ha estado impregnado en mis manos todo ese tiempo, no puedo evitar que se me revuelva el estómago, estoy harto de rogar por la compra de uno de éstos asquerosos seres. Cada jueves a espaldas del parque central, hay una calle estrecha sin pavimentar, en medio de las vías, entre el vaho y el humo de cigarro tiritando de frío, se levanta una nube de polvo seco como cortina de suspenso anunciando la llegada de los clientes; aún me sigo poniendo nervioso, pues éste no es un mercado común, hacemos una fila y creamos una especie de corral con nuestras camionetas, no soy el único y no seré el último, todos comenzamos a desembarcar nuestras mercancías en uno de los espectáculos más grotescos de los que una persona en su sano juicio pueda presenciar, se necesitan huevos para estar ahí parado con el nauseabundo olor; las siluetas generadas por la mezcla de lámparas, faros, encendedores y cerillos solo magnifican lo que de por sí ya es un horror.

Hay hijos de puta que los venden vivos, pero eso es ya no tener ni una pizca de humanidad en las venas, es el producto más caro y sin duda es el mejor negocio, pero la inversión me resulta extravagante. Comienza el congal, la tierra se escurre de sangre, los vendedores comienzan a gritar, se le suman los berridos de esas porquerías vivas, es un caos, no hay ofertas, el precio de vender ésta mierda no es negociable, arriesgamos nuestras vidas por ellos y perdimos nuestra moral en el último machetazo dado en sus pequeñitas extremidades, me encargo de poner los mas rosados hasta atrás, señal de que están frescos; si los quieren, les va a costar, en dos horas hago el dinero que un diputado haría en dos meses, mi alma está podrida y desahuciada, soy consciente de mi enfermedad, lo único que la aplaca son los churritos que cargo siempre conmigo para darme valor. Es buen dinero, pero se tiene que reinvertir, así que la ganancia no es mucha, lo estoy ahorrando para el día que me muera pueda sobornar al diablo.

Se acerca un cliente, todos son iguales, ese aire de grandeza, pulcritud en sus manos, finas y bonitas ropas, pero fuego en sus ojos, miradas perdidas, sedientas, balbuceantes, depravadas, nefastas; con el tiempo hemos aprendido el tango que hay que bailar, como si de compra-venta de jitomates fuera… Echan un vistazo aquí, miran con el rabillo la otra caja, magullan partes, tientan y degustan con las fosas nasales, el brillo en sus ojos predice la compra, y como siempre, no hay ningún intercambio de palabras, un par de gestos con la cabeza a sus guarros y desaparecen entre las sombras, yo sólo recibo el dinero y permito que se lleven lo que pagaron, no lo cuento, no quiero terminar siendo mercancía de segunda en mis propias cajas, he aprendido a mirar con los dedos.

Nadie más se acerca, el infierno ha terminado por hoy, a veces pienso que no he sobrevivido, que sólo soy un fantasma que deambula en plazuelas redimiendo mis pecados, que me han hecho creer que en realidad hago lo que hago y que merezco vivir una segunda muerte, pero esta vez más lenta, mas incoherente, mas surreal… comienza a amanecer, pero por alguna razón esta vez es diferente, el horizonte se tiñe de morado y se mezcla con el azul y el negro, los pequeños destellos de luz relampaguean en mis ojos, son cálidos y curadores, el ardor que existe dentro de mí comienza a desvanecerse, estoy respirando tranquilo y mi mente está en blanco, tengo el presentimiento de que esto no es duradero, debo apresurarme a contenerlo, no quiero que me abandone, el ruido de los demás me insulta ¿Qué nadie más lo siente? Miren a su alrededor ¡miren lo que hemos hecho! grito desesperado pero nadie atiende, me tumbo sobre mis rodillas y unas pequeñas lágrimas brillan por la intensidad con la que el sol pega en mi cara; por segunda vez, tibio, acogedor, corro al interior de mi camioneta, debajo del asiento hay una caja de herramientas y al fin tengo en mis manos ése frasco que me ayudará a guardar cada rayo en mi interior para aliviarme, para no buscar más mercancía en los hospitales de ésta ciudad. Paradójicamente de lo que menos tiene forma es de recipiente, éste desarmador debe entrar por mis ojos y mis oídos, debe  enardecerse con el lento desgarre de piel, de músculos, sí, lo sostengo con firmeza y sólo atino a recibir la paz y el perdón que invaden mi cuerpo en suculento acto de redención perpetua.

Al fin la calma es infinita, siento un hormigueo en mis extremidades, creo que alguien está haciendo de mí mercancía de segunda.

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