Nos mudamos:

www.ylosrinocerontesbostezan.com

¡Ahí vienen los villistas!

La abuela está muriendo, y está muriendo muy lentamente. Desde hace seis años está muriendo y desde hace seis años con desespero pide a Dios que se la lleve: habla con él, reza un rosario antes de dormir, un padre nuestro, un avemaría, un tres palomita en un palomar y un retama retama  la virgen te llama. Suspira y entre quejidos y llanto pregunta ―¿Qué estoy pagando hija? ¿Qué estoy pagando qué Dios no me quiere a su lado?

Mamá no le responde y yo tampoco puedo hacerlo, porque no lo sabemos, porque nadie sabe cómo una mujer tan buena pudo hacerse merecedora de tal furia divina. ―La abuela está pagando por nosotros hija― dice mi madre en voz baja. ―La abuela está pagando su pecado madre – replico, el pecado de haber sido solamente bondad.

Al parecer la abuela ha logrado conciliar el sueño, y digo al perecer porque su cuerpo yace quieto pero su boca murmura historias rememoradas en los sueños; gime, llora, habla con su madre ―¡Ahí vienen los villistas! ¡Mamá corre! ¿Dónde está Pablo?―. Qué tan terrible habrá sido ese episodio, qué tan terrible tuvo que ser para que sea recuerdo constante en el sueño de una mujer moribunda. 

La abuela siempre nos contaba esa historia: en todo el país se había levantado una revuelta contra el gobierno de Huerta, las tropas de los insurrectos cabalgaban por  las provincias en busca de batallas, y en su camino, hallaban haciendas que quemar, hacendados que matar, mayordomos que de no unirse a la causa eran fusilados; y sobre todo, hallaban campesinos y mineros, padres asesinados, hijas y madres violadas, hermanos adheridos a la fuerza a una causa libertaria. 

Así llegaron una madrugada las tropas rebeldes a Maravatio, villistas, zapatistas y carracistas, todos eran iguales para la abuela, porque todos por igual habían violado a Luisa y a Juanita, a Petra y a su madre, a Rosa y a Macaria; todos por igual mataron a don José y a Florencio, a Rubensino y Leopoldo; también se habían llevado a Pablo, ―¿qué sería de Pablo?―se preguntaba siempre la abuela antes de rezar un rosario por su hermano.

Lo que más recordaba la abuela de esa mañana era la desesperación de su padre, al hombre correr con pico y pala en la mano, cavando un hoyo al lado de la choza en que vivían para enterrar papeles y fotos y ropas; al hombre correr para cavar un hoyo en donde escondió a la abuela y a su madre y a sus hermanos; al hombre correr para robar unos caballos en los que la familia casi completa huyó hacia la Ciudad de México.

Cómo le duele a la abuela recordar ese día, el haber enterrado su historia, el no poder aferrar a su memoria una imagen más nítida de Maravatio, el haber perdido a su hermano. Cada que recuerda deja escurrir unas cuantas lágrimas por sus rosadas mejillas, y yo al verla sufrir me lleno de enojo: ¡Hijos de puta los revolucionarios, hijos de puta los héroes, pero más hija de puta la historia!

Es de mañana y la abuela persiste en su intento de morir, un hombre vestido de blanco se le ha acercado para inyectar en su vena una dosis de morfina y, sin embargo, la abuela está abatida por el dolor. Continúa hablando con su madre como si estuviera frente a ella, dice algo de los zapatistas, dice que se llevaron a pablo. 

Mi madre se sienta sobre la cama a un lado de ella, toca su cabeza con delicadas caricias, busca darle consuelo ―tranquila mi Mariquita, tranquila, eso ya pasó― dice mi madre. La abuela parece encontrar alivio en las palabras de mamá, por unos segundos cesan los quejidos, dormita en silencio.

―¡Ooh, ooh! ¡Nos siguen mamá, nos siguen!― regresan las pesadillas, la abuela aprieta las manos como si tuviera entre ellas algo, las agita como si buscara acelerar el paso de un caballo. De nuevo un  ¡ooh, ooh!, y silencio. La abuela abre los ojos, fija su mirada en la cara de mi madre, ―Martita estás aquí― dice.
Mamá la mira a los ojos, levanta una mano y la lleva hacia la cara de la abuela, acaricia su mejilla, después baja la cabeza y besa su frente, ―te amo mariquita, te amo tanto― dice mamá con una voz debilitada por el intento de reprimir el llanto. 

La abuela levanta la mira y detrás de mi madre encuentra mis ojos, me sonríe, extiende su mano y la tomo, ―ayúdame hija, quiero morir, por favor reza a Dios para que me lleve― dice la abuela y yo no puedo contenerme, berreo, berreo y berreo, pero la abuela sonríe de nuevo, cierra los ojos y duerme, esta vez en silencio.

Pasó una semana más antes de que la abuela muriera, y durante ese tiempo siguió recordando en el sueño todo lo perdido, mientras mi madre y yo, hablábamos con Dios para pedirle que le permitiera perder la vida.

0 comentarios:

Publicar un comentario