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Tollán


La primera imagen que tengo de un balneario viene de una fotografía. Mi madre me sostiene en sus brazos y me protege la cara de los rayos del sol. Estamos en la alberca. Miro hacia arriba intentando descifrar los gruñidos y gestos del señor que sostiene la cámara, no comprendo nada. Pero lo reconozco, se llama papá y es lo único que se interpone entre los cálidos senos de mamá y yo. La alberca es en realidad un hoyo, un ojo de agua. El balneario se llama El Thepé, está en el valle del Mezquital, Ixmiquilpan, donde nació mi abuelo. Tendré seis meses.

Aquel señor flaco y enorme está recostado en una silla plegable, fuma mientras platica con el abuelo y me vigila. Han pasado cinco años. Ya puedo nadar y entender los gestos de mi padre. Me observa descender por la garganta de un dragón y caer al agua, nadar hasta la orilla, subir la escaleras y repetir el viaje, una vez tras otra, sin tomar un respiro. Puedo soltar las manos del tubo, dejarme llevar por el agua y la gravedad, estirar las piernas, gritar, alzar los brazos, caer, abrir los ojos bajo del agua; puedo hacerlo cien veces en el mismo tobogán y sentir algo distinto en cada una. Quisiera que mi hermano lo intentara, que lo dejaran —¿Por qué no puede, mamá? Yo puedo cacharlo cuando caiga—  me dicen que no, creo que le ponen muchos cuidados, aunque no le toman tantas fotos como a mí cuando tenía su edad. Los adultos beben cerveza con limón, las mamás preparan quesadillas. El hoyo se ha convertido en una alberca de cemento pintada de azul; el dragón escupe niños extáticos y los trabajadores hacen más hoyos en la tierra y construyen edificios. Más allá se extiende el valle, casi verde e infinito, hasta el cerro de La Muñeca.

No debí contarle nada a nadie, ni a mis compañeros de la escuela ni a la chismosa de mi vecina. Ahora todos quieren nadar en esas aguas del Thepé, tan tibias, tan limpias como la nada. Hay autobuses en el estacionamiento, filas para entrar, menos tierra y más cemento y más pintura azul. En las albercas hay niños gordos con acentos extraños, que corren a las escaleras de los toboganes nuevos como si se les fuera la vida. Mucha gente, menos espacio, ruido, gritos y música de fiesta. Incluso los “atalayos” están aquí, así les dice mi abuelo: se meten a la alberca vestidos, cantan oraciones, sumergen la cabeza de un pecador, ¡aleluya! En otra alberca mi primo y yo nos tiramos clavados, dos niñas nos observan, algo le dice la de ojos dulces a la de ojos verdes, ríen. Es nuestra primera muestra de hombría, nos acercamos a ellas, muy seguros de nosotros mismos.

Dicen que son hermanas tampiqueñas; la de los ojos dulces tiene trece años, se llama Melody. Al fin sé que se siente que una niña tan bonita te mire fijamente, es casi insoportable, como si toda la gente y todas las cosas desaparecieran y sólo quedáramos los dos en medio del valle. Pero un cruce fugaz fue todo lo que el destino tenía reservado para nosotros, no quisieron ir a la alberca de olas, no sabían nadar. Entre las olas generadas por un motor, en medio de los empujones y la algarabía, yo iba en otro tiempo, creyendo que comprendía lo que quiso decirme Melody con la mirada. Tenía doce años, los ojos de la ninfa acuática inauguraban todo el misterio ante lo femenino: la fascinación, el pánico, el embeleso, el deseo irrefrenable.

Decidimos guardar el dinero para el único bien importante: el alcohol. La entrada al Thepé costaba cien pesos. Una docena de kilómetros adelante encontramos otro balneario, el Tollán, otro ojo de agua en medio del valle que nutre dos albercas de luz azul. No había nadie más, sólo nuestro grupo de adolescentes dispuestos a embriagarse y amarse en aquel edén; teníamos diecisiete. Rápidamente logramos nuestro cometido, al menos Karen y yo: el ron barato, la marihuana, sus tetas estrujando contra mi pecho, mis dedos explorando su vagina, disolviendo sus jugos en el agua termal. En la otra alberca los demás cantaban, otra pareja de novios, un par de amigos y Liz. la muchacha de los ojos parlanchines pero inescrutables, como si hablaran en otro idioma. La vi de lejos, me miró de soslayo, quise ir con ella y apresuré mi venida, creo que Karen lo notó: tres chorros de semen nadaban sin rumbo. Seguimos fumando y bebiendo hasta que salió la luna, dejamos el paraíso vulnerado por los dioses obscuros; Tollán, tierra mitológica donde Tezcatlipoca embriaga a Quetzalcóatl para que folle con su propia hermana. Pasamos la noche en la casa de vacaciones de mi familia, cerca de los balnearios. Sin un dejo de sobriedad bailamos salsa y nos dijimos secretos inconfesados. La pareja de amigos sin novia se quedó dormida. Karen, creyendo que me engañaba, se encerró con el novio de la otra, Fernanda, a quien Liz y yo corrompimos. Nos encerramos en un cuarto —te amo, cabrón. Yo también te amo, Liz.-. Me hubiera gustado decir que recorrí cada centímetro de su cuerpo con mi lengua, pero sus nalgas y su vulva me estaban guardadas para futuras ocasiones, cuando mordía sus pezones me dijo: hasta aquí. Y nos quedamos dormidos, despertaba constantemente para comprobar que ella seguía ahí. Casi ocho años después aquí sigue. Todavía no logro descifrar todo lo que quieren decir sus ojos. 

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