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Estado policial

Vivimos en un estado policiaco. Tanques cargados de militares, esbirros en bicicleta, en patrullas, en patines, cámaras de seguridad, retenes, alcoholímetros. Soldados disfrazados de policías, policías disfrazados de civiles, civiles que parecen jueces y jueces que son verdugos; la tira puebla las calles, vigilan y castigan, centinelas del estado de derecho, guardianes del orden y del dinero de los poderosos, el buen ciudadano respira tranquilo.

Ya advertía Bauman sobre las limitaciones que enfrentarían los estados neoliberales, cuando los mercados hayan sido liberados de cualquier regulación y la privatización absoluta finalmente se alcance, los gobiernos legitimarán su existencia cumpliendo únicamente una tarea, la policiaca, salvaguardando el capital global, el libre comercio.

El TLC, otro terrible eufemismo, instaura una frontera ambivalente: las puertas hacia el sur permanecen abiertas, recibimos gustosos a turistas, mercancías, dólares, armas y cultura, la misma frontera vista desde el sur es una muralla que escalan los migrantes, que reclama la construcción de túneles por donde pasan las toneladas de drogas que el mayor consumidor del mundo necesita.

“El país es seguro para invertir”, repite hasta el hartazgo el jefe supremo de las fuerzas armadas cada que se encuentra con empresarios, el presidente promueve el saqueo, la policía lo resguarda; cientos de miles de onzas de oro cruzan la frontera norte (generan 2 mil 500 empleos a 800 pesos la semana por doce horas diarias), hasta Canadá, donde el botín se comparte equitativamente y la policía actúa con justicia, libre de corrupción, sin perseguir marihuanos, sin levantones arbitrarios, sin violar manifestantes, sin asesinar a los indios sublevados. La guerra perpetua en el tercer mundo asegura la paz de los más afortunados, el hambre y la sangre sustentan los máximos ideales del liberalismo económico. 

Y no hay posibilidad de cambio, mejor reclutar policías que brindar educación (de 6 mil policías federales al inicio del sexenio hoy hay 35 mil), construir cárceles que escuelas. Porque al final, casi seis años después de la guerra declarada por el gobierno y de los cuarenta y cinco mil muertos resultantes los malos siguen en las calles (aunque 21 de los 37 líderes criminales ya han sido capturados o abatidos y no pueden hacerte daño), la droga se sigue produciendo, los pobres son más pobres y los oligarcas cuentan más billetes.

La droga sigue sosteniendo el discurso del miedo, tratada en los medios oficiales con ciego puritanismo, hacen de ella un ente maligno, un asesino implacable, el mal encarnado: “el LSD causa daños irreversibles al cerebro,  lleva al suicidio”, página de la fundación vive sin drogas; “le pasé mi adicción a la marihuana a mi hija porque fumé cuando estaba embarazada, y ahora a sus seis años persigue la planta con demencia”, telenovela en televisa.   ¿Por qué más de cincuenta mil jóvenes están presos por mera posesión o consumo? Pareciera que como decía Paz, “las autoridades no se comportan como quien quisiera erradicar un vicio dañino, sino como quien trata de erradicar una disidencia. Como es una forma de disidencia que va extendiéndose más y más, la prohibición asume el carácter de una campaña contra un contagio espiritual, contra una opinión. Lo que despliegan las autoridades es celo ideológico: están castigando una herejía, no un crimen.” Corriente alterna.

Es por eso que el presidente nunca se planteó la legalización, ni siquiera la despenalización de las drogas blandas. No hay drogas buenas, dijo tajante. Le opongo una frase de Antonio Escohotado, quien ha leído más que todos los presidentes mexicanos juntos: no hay drogas buenas ni malas, solo usos sensatos e insensatos de las mismas. Si creen que de plano no podemos hacer usos sensatos de ellas faltan muchas cosas que prohibir, empezando por las armas, el alcohol, el internet, la física nuclear, los libros y los niños en las iglesias.

Pero qué valiente es nuestro presidente, no se raja el muy macho, advierte que no es puñal por vestir un moñito rosa, quizá solo Díaz Ordaz ha tenido más coraje. Pero éste aparte es tolerante, dialoga con Bono y el Dalai Lama,  la señora Wallace y Martí, escucha las súplicas de Sicilia y se empeda con Sabina, lamenta la muerte de mil cuatrocientos niños como el daño colateral de una lucha frontal incuestionable.

Nadie cuestiona, señor presidente, que se combata al crimen organizado, lo que debe cuestionarse es el autoritarismo casi fascista con que actúan las policías, su impunidad, las detenciones arbitrarias, los levantamientos injustificados de todos los días en los barrios pobres del país. Debe cuestionarse la forma de tratar a los criminales, una y otra vez, como una generación espontánea de cáncer social, de hijos de puta irremediables salidos de quién sabe donde. La criminalidad es producto de uno de los países con mayor desigualdad, de la pobreza y la falta de oportunidades (a pesar del asistencialismo), el enorme poder del narco es producto del pacto firmado hace sesenta años con los Estados Unidos, que instó amablemente al gobierno mexicano a sembrar hectáreas de adormidera en Sinaloa para abastecer a las tropas en la Segunda Guerra. ¿A dónde fue a parar toda esa heroína al finalizar la guerra? Se estableció un intercambio que sigue vigente: dólares y armas a cambio de la ilegalidad. Y así será por el bien de los mexicanos, con el arsenal imperial desbordándose hacia el sur. 

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