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El mercado era una fiesta.


Julián Arriaga sabe que va a morir en Juchitlán, ahí nació y ahí morirá. La historia reciente del pueblo es la misma que la de muchos  pueblos mexicanos, tiende lentamente a la desaparición, menos drástico es decir al abandono. Hartos de la sequía, sus habitantes migran a las ciudades, con una variante: en Juchitlán emigran las mujeres, los hombres se van quedando solos.

Heredero de algunas milpas, a Julián le basta lo poco que la tierra brinda para vivir: maíz, frijol, calabaza y en las fiestas algún animal. Le tiene sin cuidado las trocas en que llegan las mujeres que la hicieron de veras en el otro lado, tampoco quiere una casa como las que van construyendo los hombres con el dinero que mandan sus señoras, al fin que siempre se quedan a medio construir, ya sea porque las atrapó la migra, porque se consiguieron otro marido ¿un gringo? o porque simplemente se olvidaron de su pueblo y de su gente. Lo único que anhela Julián es formar una familia con Azucena Arriaga, y luego morir en paz.

 -Voy a regresar y nos vamos a casar, tú ten fe. – Veinte años esperando, veinte años de rigurosa castidad sin ceder a las medidas desesperadas que los otros hombres adoptaban (masturbación, zoofilia, pedofilia, homosexualidad, suicidio).  Y hubiera seguido esperando de no ser por el silencio atroz y el calor infernal del campo seco, por la quietud inexorable de las noches, por todos los fantasmas que el viento traía  a depositar en su cama; insomnio, vértigo, olor a muerte.

Le dijeron que estaba en el Distrito Federal trabajando en un mercado grandísimo: la Central de los Abastos, y que nunca se casó.- Mi hija es una mujer de palabra, seguro que regresa, pero si tan desesperado estás, pues anda a buscarla.

Llegó al D.F. de madrugada – ¿Para dónde queda la Central de los Abastos? –  y caminó.

Avanzar, dejar atrás, seguir sin más, por pura inercia. La mañana aclaraba y con ella, inevitable, una esperanza descomunal, monstruosa; ciento once kilómetros de pasillos en donde buscarla. Ya a las puertas, creyó leer: “Central de los Abastos". Se vio rodeado de gente que no parecía tan cansada ni consumida por la sed. –Buenos días, señor ¿usted conoce a esta mujer?- No. Miles de trabajadores cruzaban las puertas.

La caravana se partía a la mitad y tomaba caminos distintos en la primer bifurcación. Decidió ir por la izquierda y volver a preguntar - ¿Usted conoce a esta mujer? – Otra vez le dijeron que no, lo miraron como si estuviera loco, o totalmente perdido.  Diableros, cargadores, bodegueros se iban quedando poco a poco en los locales, tomaban sus puestos. – Oiga seño ¿usted conoce a esta mujer? Se llama Azucena Arriaga. - No señor, nunca la he visto. ¿No le dijeron en dónde estaba? – Pues aquí en el mercado. – Pero esto es grandísimo ¿no le dijeron en que parte? Si la anda buscando así no'más está en chino ¿qué no ve como está?- Dijo la señora e hizo un ademán con el brazo que pretendía abarcarlo todo.

Finalmente alguien le dijo que la señora podría estar en la sección de abarrotes – Mire, estamos en el ge uno, tiene que seguirse derecho, hasta el ge dos, sigue, en el ge tres da vuelta a la izquierda, pasa el efe tres, luego el e tres y ahí a la derecha es el e cuatro. De ahí me suena la señora, ahí pregunte.

Caminó y siguió preguntando, agotó los pasillos G1, G2 y G3 con respuestas negativas, mientras avanzaba la gente se tornaba más amable, algunos parecían felices, como si le auguraran buen destino, incluso escuchaba una música cada vez con mayor claridad. Compró un ramo de rosas. Al llegar al pasillo efe tres el mercado era una fiesta.

Los cuerpos alardeaban, culos alegres y solemnes se dejaban ir con la cumbia y el mezcal. Los demás formaban un círculo y observaban a los bailarines, Julián volvió a preguntar  - Pues no la conozco carnal, pero si quieres te presentó a una muchacha- y soltó una risotada.             

Alguien tenía que conocerla. Era simple, lo había repasado tantas veces que la fantasía parecía un hecho consumado – He venido por ti para que nos casemos - Azucena lo tomaría del brazo, sonrisas, amor eterno, hijos. Una vez más se encontró poseído por un ensueño, quien sabe cuánto tiempo llevaba parado en medio del desmadre generalizado. Ideó una nueva estrategia, caminaría sosteniendo la fotografía en alto. Nada, aunque por momentos un curioso se detuviera a mirar la foto, nadie la reconocía.

Al cruzar al pasillo E notó con más asombro que angustia que ya era de noche, que afuera la fiesta era más grande, y que la mismísima Azucena (feliz destino narrativo) bailaba con un muchacho.  – Julián, no puedo creerlo – alboroto, sonrisas - ¿qué haces aquí? – Vine por ti para que nos casemos – Ella no lo tomó del brazo, miró avergonzada a su pareja de baile que se divertía con el patetismo del indio enamorado. – No molestes güey, y llégale de aquí antes de que te parta tu madre – Los ojos de Azucena chispearon de alegría, era motivo de una disputa entre dos hombres, uno llevaba un ramo de rosas y el otro una pistola enfundada en el cinturón, recordó Juchitlán, al muchacho humilde que estaba loco por ella, y recordó el polvo, el sol a plomo, el hambre. – Él es mi esposo, tengo dos hijos y soy feliz – Sentenció. - ¿Ya entendiste? A la chingada pinche indio mugroso – Dijo el bailarín pendenciero, regodeándose. – Mugrosa su madre, chamaco pendejo.

¿Qué más quedaba? Agarrarse a chingadazos y salir sin mujer pero con dignidad. Un golpe certero, el tumbado se toca la nariz que escurre sangre, el otro se abalanza, se escuchan gritos, las cumbias, balbuceos, forcejeos, un disparo, otro, el indio está muerto. 

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