Nos mudamos:

www.ylosrinocerontesbostezan.com

Las fotos de Emilio

Si la muerte pisa tu huerto
Yo no firmaré que has muerto de muerte natural.

(Adaptación libre de la canción de Serrat)

Un día regresé al departamento y al abrir la puerta encontré en el piso una hoja de cartoncillo negro en la que habían recortado con las manos (se notaba porque el papel parecía desgarrado) un “YO”. Detrás de la “O” pegaron la foto en blanco y negro de una catrina al pie de una tumba rodeada de flores, evidentemente en un día de muertos. Atrás, en grafito que se veía muy poco, se leía “Vine y no te encontré, si puedo regreso más tarde, si no, llámame a la casa en la noche. Emilio”.

Creo que nunca he sentido tanto dolor como cuando Emilio se fue. Aunque ahora ya no puedo recordar exactamente cómo era esa cosa de ardor inconmensurable que se metía en todos los pliegues de TODO -la piel, la sangre, el pensamiento, el sueño-. Ahora ya ni siquiera me pregunto si se lo llevaron o él quiso irse. Creo que he dejado de extrañarlo. Lo pensé apenas hoy que comencé a quitar el papel picado que se quedó del pasado día de muertos. Lo quito ahora en febrero porque tenía un poco de miedo a enfrentar el invierno desprovista de una buena reserva de colores colgados en algún sitio.

Hace unos años procuro poner la ofrenda, creo que desde que me mudé a la ciudad. Antes, la mamá nos llevaba el primero o dos de noviembre al cementerio a dejar flores en las tumbas abandonadas. Hacíamos una pequeña oración frente a una de esas lápidas que se desmoronaban de tanto lidiar con el olvido, sacudíamos por encimita, dejábamos unas flores y pasábamos a la otra. Así  hasta que se nos acababan las flores. Nunca eran suficientes para tanto muerto solo.

 La primera ofrenda que puse en el departamento sólo tenía agua, sal, una taza de café y velas para Mamá Teresa, con una foto suya que me gusta mucho porque está soltando una carcajada que se abre paso entre sus cachetes llenos de colorete naranja. No hice mayor ceremonia: cada noche prendía las velas y las apagaba antes de irme a acostar. A mis compañeras de casa no les gustaba el olor a cabo apagado. A Mamá Teresa seguro que sí, además, la casa era suya y la nieta era yo.

La siguiente ya tuvo flores y frutas, y fue la tercera en la que tuve que poner la foto de Emilio. Puse esa que nos sacamos en un balcón la segunda vez que fuimos al Cervantino. Escogí una en la que estuviéramos juntos porque no quería dejarlo allí solo en esa ofrenda, sin tener de qué hablar con Mamá Teresa. Diana trajo un reloj de bolsillo igual al que ella le regaló en algún cumpleaños. Yo le hice unos dibujos a los cigarros, quería que quedaran como esos que él guardó para que los fumáramos cuando regresé de la Sierra. Una vez que terminamos de acomodar todo nos quedamos viendo el altar un rato largo. Diana se fue porque yo empezaba a llorar y eso le molesta mucho. Es bueno vivir con ella, a mi hermana le gusta el olor a quemado de los pabilos. Me quedé viendo esa foto en la que Emilio acomoda su cabeza sobre la mía y somos como una estatua de dos cabezas que se ríe con dos risas. Esperé a que se fuera el sol y prendí las velas. Tenía apenas un mes y medio que él no estaba.

Los primeros años que Emilio no estuvo lo confundía en la calle unas cuatro veces al día, en la universidad cada que encontraba unos cabellos largos y lacios, y me daba coraje. Yo no soy del tipo de personas que odia, no comprendo cómo es que la gente puede vivir así, pero en esos días me parecía que odiaba a Emilio, y quizá por eso no comprendía cómo yo podía seguir viva. Lo odiaba casi todo, especialmente a aquellos que hablaban de la muerte con esa porquería de idilio-literario-de-escritor-romántico-del-siglo-XIX. Qué sabían esos lectores de Baudelaire y Rimbaud lo que era sentir aquel dolor más grande que yo misma, aquella masa ardiente que no cabía dentro de mi cuerpo pero que tampoco podía estar fuera de él.

Soñaba una y otra vez con ese día maldito, el más maldito entre todos los días, cuando “La China” llamó para avisarme. Soñaba que Emilio y yo peleábamos porque ya no estaba; que salía a buscarlo y cuando llegaba ya se había ido. Que iba a recogerme a la terminal cuando yo regresaba y caminábamos por las calles o entrábamos en las distintas versiones oníricas de “La Maga” y “La media luna”. En esos años llamaba mucho a su casa, y cada que podía me aparecía allí, platicaba con sus papás, sin entrar en su cuarto y sin voltear a ver las fotos. Procuraba guardar un riguroso luto cada aniversario. Le escribía enormes cartas. Lamentaba haber abandonado con tanta convicción la religión, que al menos promete la vida eterna. Desee volver a ella, pero pensé que de hacerlo, y de ser verdad la vida en el más allá, al fin de mis tiempos Emilio me reclamaría semejante traición.

Eventualmente dejé de confundirlo con las personas, pero me imaginaba cómo sería de seguir aquí, dónde estaría, cómo traería el cabello. Comencé a soñar que hablaba de él, de él ya ido. Dejé de llamar a su mamá, excepto el 10 de mayo, año nuevo y en el cumpleaños de Emilio. Un día me di cuenta de que no me acordaba cómo era su voz. Comencé a temer que de escucharla de nuevo no la reconocería. Descubrí que tampoco recordaba su olor. Sólo pude reconstruir sus manos y temí que en realidad no hubieran sido así. Me sentí malvada. Regresé a casa de sus papás. Les pedí las cartas que yo le escribí a él. Quería saber que todo había sido cierto. Su papá, Don Emilio, aprovechó para sacar esas fotos que nunca quise ver. Había unas que no conocía, algunas donde ya tenía el cabello corto, yo nunca lo recuerdo así. Cuando ya me iba, María, la mamá de Emilio, me dijo que su esposo quería regalarme una de esas fotos, pero que ella le dijo que no, porque un día me iba a casar y mi marido estaría muy celoso. No entendí bien, la cosa fue que no me dieron ninguna foto, yo me despedí riendo, esperando que se arrepintieran y me dieran una, y con la promesa de regresar las cartas en cuanto las reprodujera. Volví a extrañarlo, sentí ese ardor maligno, pero duró apenas una semana. Regresé a la ciudad.

Para este pasado día de muertos fui con Dian a comprar las flores de la ofrenda. Encontramos  unas figuritas de catrinas y catrines en barro. Había un pachuco coquetísimo que sonreía con sus huesos pelones, con un traje negro y vivos en la camisa y el sombrero en azul rey. Pensé en Emilio, cuando bailábamos danzón en el Morelotes con los dones del centro. Yo entonces ya no bailaba con él, bailaba con Ojos, pero era igual. Trajimos dos catrinas de barro, una para Mamá Teresa y una para la Abuelita -que tiene dos ofrendas en las que toma café azucarado con los demás- y al pachuco catrín. Algunas veces Dian me ayuda a poner el altar, pero por lo general me deja hacerlo sola y llega a acomodar los últimos detalles. La verdad a mí me gusta ese silencio  entre flores y calaveras, me gusta esa idea de abrir un portal para abrazarme con la muerte, más allá de la violencia de la ausencia.

Piqué el papel, puse los niveles de la ofrenda, las flores, velas, sal, agua, los cigarros, las frutas y el pan. Acomodé al lado de las fotos las figuritas de barro que correspondían. Colgué más papel en las paredes. Transcribí un poema de Miguel Hernández en cartoncillo negro y al final escribí los nombres del abuelito de Ojos, Don Beto; del abuelito de Nay, Don Odón; el de las tías de mi mamá; y el de José Antonio, el mejor amigo de mis papás. A la media noche prendí las velas y el incienso. Ya no sé cómo orar, así que sólo me quedé viendo esa foto de Emilio que le tomé, también en un Cervantino. Me acuerdo que yo estaba acostada en el piso y él molía a que me levantara para desayunar. Estaba hermoso, sonreía desde esa mueca socarrona que a mí me chocaba. Alcancé la cámara que estaba perdida entre la bolsa de dormir y le tomé la foto. No me siento mal de que ahora haya estado solo en su foto. Además le ha de haber encantado su réplica en versión pachuco calavera. Creo que dejaré unos papeles picados, en estos días no ha salido el sol. Nunca hay que confiarse.

1 comentarios:

Mithwen dijo...

Extraño a Emilio... buscaré el reloj para este año

Publicar un comentario