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La última noche con Hendrix


Ahora pensaba en todas esas cosas que a las diez de la noche parecen impostergables: comprar el café, trasplantar esa matita que ya se ve apachurrada en su maceta, llamar a María para recordarle que debía terminar de ver Dead Note. De pronto rompió el silencio. Había pasado tanto tiempo callado que yo ya ni siquiera recordaba de qué estábamos hablando.
Su voz de ceniza atravesó el cuarto arrastrando frases caóticas que invariablemente involucraban las palabras pero, tiempo, proyectos, espacio, miedo, no sé, el mundo, yo, los días y las horas… cggggg. Un bullicio como el de la estática de la radio pudo más que esa avalancha de absurdos.  Sentí un poco de pena y no supe si era por aquél que se veía obligado a recoger del cesto de la basura esas alimañas, o por mí que estaba siendo obligada a convertirme en el receptáculo de todos esos despojos de palabras.
No digo que mereciera la gran construcción sintáctica, melódica, el adiós de un poeta maldito, digo que no merecía que convirtieran el final de esa historia mía en el reciclaje de un lugar común. La lengua de los Stones clavada en la pared comenzaba a soltar su baba espesa.
Hijo de puta. Qué enorme tristeza que tomara esa su voz de océano para desperdiciarla en acomodar enunciados facilones y mentirosos, como quien acomoda los zapatos en un rincón. Catástrofe de mi amor. La saliva viscosa que escurría por la pared comenzaba a apelmazarme las ideas. Quería vomitar.
-Yo- cgggg - pero…- cgggg.
Sí, quizá una de las razones por las que adoro a los perros y odio a los poetas es porque los primeros serían incapaces de hacer un trapo de las palabras. Bajamos en la noche mojada para comprar cigarros. Las uñas en las palmas buscaban incansables alcanzar los huesos de mis manos, pero no me hacían ningún daño, todo se reducía a palmas blancas y luego rojas, a uñas cortas con barniz rojo. Sus ojos rojos. Lamenté no tener unas grandes zarpas para hundírselas en el cuello. Quería clavarle algo en mitad del pecho y ver su sangre, su sangre roja correr desesperada sobre la suciedad de la calle. Pero era imposible.
Entre el escándalo de la urbe que vivía sus últimas batallas, el ruido más nítido era el de mis huellas desdibujándose del concreto. Acomodadas en infinitos andares por la misma banqueta, ahora perdían cuerpo y sollozaban con un llanto mugriento. El llanto, rojo, se escondía en los callejones.
-Amor mío, eres un imbécil.- Él sonrío.
Ojalá tuviera más creatividad para maldecir, es un don que no me fue concedido. Como tantos otros -yo también manoseo las palabras-. Y de repente, todas las gracias que no me fueron otorgadas se agolpaban en los cristales para enseñarme su lengua de espinas. Mientras subíamos las escaleras de regreso al abismo, iba intuyendo, iba cayendo en la cuenta… Qué porquería es autocensurarse ¡Yo lo sabía! ¡Había sido abandonada! Poco a poco, en silencio. Sólo se quita una sonrisa de aquí, un buenos días de allá, un beso de madrugada, hasta que no quedan más que los huecos que se burlan. Entonces todas las ausencias, todos los abandonos se agolpan tocando la puerta, asoman sus cabezas por las ventanas y arañan las cortinas. Susurran mi nombre. Son unas hipócritas como él. Qué griten, que hablen fuerte, esa mesura me ofende. Ojalá yo supiera crear una gran flecha de palabras que lo atravesara, que lo dejara adolorido de por vida.
―Tengo que escribir sobre Jimi Hendrix, y creo que no tengo absolutamente nada que decir de él, sin que sea una oda facilona a su sensualidad.
―Por dios, Sof hay un universo infinito de cosas que decir de ese hombre.
―Pues imagino que sí, pero se trata de un universo lejos del mío. Cuéntame una cosa tú.
―Te pongo una canción.
Ay no, aquí vamos de nuevo. Acostarse con Jimi Hendrix –quiero decir, escuchándolo-, And the wind cries… Marry…
―Bueno, mejor la toco. Hace mucho que no la tocaba, ¿verdad?
Olvidé que esa canción hay que escucharla con gogles porque es como si te exprimieran un limón en los ojos. Sus malditos ojos rojos y la inundación en los míos. Me asomé a la ventana para echar aquella molesta y vergonzosa agua salina.
La noche en la calle, la luna en el cielo prendida con un alfiler, los vagos en las sombras, Hendrix en el viento, Él en mitad de mi delirio. Todo en su lugar, menos yo. Algo me escupía y no sabía qué, una boca gigante me arrojaba apretándome las costillas con sus labios peludos y grasos. Saldría disparada contra la avenida, con las costillas quebradas, con mis maldiciones fermentando en la lengua. Las sábanas me miraban con desprecio por detrás de sus burbujas. Él seguía tocando tan en su sitio… tan cómodo con mi nueva ausencia.
―Quizá no puedas escribir nada sobre Hendrix. Digo, no se trata sólo de un ícono, no sólo de un hombre, o bueno, tal vez sí, y por eso es maravilloso. Su capacidad para materializar cada pensamiento en una armonía perfecta acoplada a la melodía pero autónoma en sí misma, es algo de otros mundos. Deberíamos regresar al mar ¿no crees?
 ¿Regresar? Fuera tan fácil. Me daba cuenta de que no era a mí a quién hablaba pero no podía ver el rostro que sobreponía al de esta a la que acababa de pedirle las llaves de la casa y tuve rabia. No había más opción ¡Criaturas del averno y la blasfemia, yo los convoco! Reinventemos las maldiciones, hagamos una retahíla brillante que le desmorone las venas. Con alfileres de plata mi sangre se puso negra, que la culpa no es mía, que la culpa es de la tierra.
―Por eso necesito un pretexto, un punto que me conecte con él. No tiene que ser Hendrix, sólo un punto que se dilate hasta alcanzarme.
Un suspiro que venga de alguna región de Hendrix aunque no sea Hendrix, aunque sea, digamos, tu sueño acomodado en el rincón más profundo de mi hombro, algún demonio suelto caminando sobre las nubes que venga a estrellarme un beso que no esté roto como los nuestros.   
―Mmm… No lo sé Sof, si en todos estos años no lo has amado un poco ya, en realidad no sé qué puedas escribir de él.
―Quizá no pueda, tampoco debe ser tan terrible esta incapacidad.
―Podemos seguir escuchando canciones suyas, en una de esas…
En una de esas se iba quedando todo el humo de los cigarros. Las aspas de ventilador peleaban como molinos contra mis sanchos. Qué idea tan maravillosamente acertada. Los sanchos de humo que morirían sin ver a esos molinos revolver los cabellos de una nueva foxy lady revoloteando abrazada por las burbujas malditas, mientras ésta que ha sido expulsada se vuelve a su casa a cuidar a la azalea Lucía, a cantar un Romance donde Curro no muera, a abofetear a Penélope. A volver a ser la aserratada que es y no este remedo que hay que recoger del piso.
―Pon las que quieras, yo tengo un poco de sueño, creo que me quedaré dormida en la segunda.
―La segunda será “Little Wing”, tú te la pierdes.
Evitando las miradas de las odiosas burbujas que asomaban de la cama comencé a desnudarme. ¿Qué pudor podía haber sobrevivido a aquella tormenta de desprecios? Me metí en las sábanas y entonces, al fin, la telaraña de Hendrix me salvó.

“Well she's walking, through the clouds, With a circus mind that's running wild…”

En medio del griterío de todo aquello que me desconocía de una vez y para siempre, una voz de demonio por fin venía a maldecirme con justicia.

Cggggggg.


2 comentarios:

Maria dijo...

Estoy conmovida, es muy buena tu historia, me encanta. Has pasado de escribir melancólicamente tierno a una oscuridad sensual.

Te quiero.

correodelsur dijo...

Chingón

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