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CP

Tres locos de verdad, en irremediable locura, parasiempreados, deambulan el barrio de Santa Julia. Las causas de su pérdida a nadie le constan, aunque dulces conjeturas se amontonan tras su historia. De uno dicen que fueron tantos chingadazos en la cabeza; del otro afirman que las drogas, muchas, desde niño (de la calle, en situación de calle); de la otra que fueron el marido y las drogas y los golpes recibidos, eso y los niños perdidos, sus hijos que le quitaron. Los tres viven en la CP (Ciudad Perdida).

El primero boxea contra el viento, contra una incesante vorágine de puños etéreos. Danzando, flotando, en guardia, gancho certero, al hígado de la locura. Los idiotas que no comprenden la belleza de un hombre haciéndose de putazos con la locura, encuentran gracioso el combate y por un instante el púgil los mira hasta el fondo de los ojos, lanzando un recto a su jeta rebosante de cordura y rectitud.  

Deciden que es peligroso, que si le pega a alguien, imagínese, a una persona de la tercera edad, mejor llamar ¿a quién? A los policías, ahí hay un señor demencial y peligroso, que se lo lleven.

Jetas radiantes, sonrisas que desprecian con lastimera comprensión. Ahí estaba el loquito, y allá los teporochos asquerosos, van cayendo los del escuadrón de la muerte, y los niños perdidos y la que perdió a sus hijos por loca marihuana hija de puta (de tal palo…). El barrio se pudre pero nosotros no, de cualquier forma es una tarde hermosa, porque en las noches, ahí sí ni pasar por la ciudad perdida.

Graciela nació en la CP, vivió con su madre en relativa tranquilidad hasta que un vago la embarazó, nació un niño y luego una niña. El vago resultó ratero y terminó en la cárcel. La madre murió y Graciela, pusilánime, se volvió puta y drogadicta. El padre salió del tanque y se llevó a sus vástagos muy lejos, nunca volverían a verla, aunque creo que sí, una vez, de lejos. Bruno fue mi amigo en la infancia, hoy es un hombre recto y honorable, a pesar de todo; hace unos años asesinaron a su padre afuera de su casa y el destino o una suerte de perros o la confirmación de que toda vida es sufrimiento, hicieron que el mismo mes, su primogénito muriera de causas desconocidas, en la cuna, y por si el hombre no había entendido nada, su esposa lo dejó. ¿La tragedia te exime, hijo de puta? ¿Por qué nunca regresaste a ver a tu madre?

Los está esperando, nunca sale de casa, sólo cuando es absolutamente necesario arrastra sus treinta kilos de cenizas más allá de la ciudad perdida. En sus ojos el tiempo se quedó atascado, me ve y sé que ve a su hijo, esa mirada beatífica no es para mí, es para un niño condenadamente feliz que se despide de su madre, en ese lugar, justo ahí.
  
Al otro loco le dicen El Rata. El Rata sobrevive y es lo mejor que sabe hacer, eso y encontrar piedras. Dicen que tiene el síndrome del pollo, caminar con la cabeza pegada al suelo, buscando un mínimo punto centelleante, uno verdadero entre millones de ilusorias piedritas de crack. Hay días que no encuentra ninguna, ni consigue el dinero suficiente, se conforma con resistol o con la mona.  Se amontona con otros cuerpos que en cualquier momento, cuando Rata se quede dormido, se apoderarán de la mona.

El Rata ha sido eternizado, fue protagonista de un documental. Algunos sonríen a las cámaras, todavía alienados por la televisión y sus buenos modales, él los desprecia, y a los doctores que lo revisan y le dicen que tiene cáncer los compadece por imbéciles, yo estoy bien, hijos de la verga, refunfuña. Es la única persona que conozco que he visto en el cine, lo que dicen es cierto, la gente se ve más gorda. 

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