Nos mudamos:

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Bajo el camisón rosa

Cuando una tiene que buscar el camisoncito rosa entre las sábanas revueltas y recogerlo del piso, donde aún flotan un montón de murmullos ahogados y ahumados, una sabe, de golpe, que todo está perdido, más aún, comienza a sospechar que quizá nunca había estado nada ganado porque no había ningún espacio en el universo que nos salvara del sentido de inmortalidad que nos untaron a los huesos. Nos hicieron creer que había un resquicio un poco en la costilla izquierda, quizá en la ola del sueño, donde era posible tocar otra alma, compartir, aunque fuera en un suspiro, la sangre.

Pero lo cierto es que no hay nada más que dolorosos desprendimientos, desencuentros sistemáticos. El espacio inhóspito que se abre salvaje entre tu piel y la mía, la carne que nunca se reconoce más que mirándola contra la luz del cráter de un volcán, ese rincón donde los dragones conjuran sus últimas oraciones.

Todo está perdido cuando hay que recoger de entre los escombros la ropa ―y podría ser una felicidad cargar, en adelante, únicamente con el peso de la propia piel. Pero… y estas ganas de salir a matar, ¿en dónde se supone que las encarga uno? ¿En qué rincón pueden dejarse mientras hacemos todo lo demás?

¿Todo lo demás? Como si este recorrer caminos tuviera algún sentido, sirviera para alguna cosa más elevada que alimentar la confrontación entre un alma que se percibe trascendente y una carne que desconoce, que duele, que es incendio, y que muere todos los segundos, todas las tardes, aun en ese paroxismo de inmensidad al que nos arroja el mar. Nos vamos muriendo, inevitablemente, felizmente… al fin y al cabo.

Porque todo estaba perdido desde el principio de los tiempos, nunca pudimos extender los dedos y tocarnos. Entonces Horacio pasa noches enteras tratando a las letras de perras negras (alguien más les dijo hormigas, trepando por las paredes en un intento desesperado, el último, porque la tierra no colapse). A veces tenemos las letras, pero ahora, mientras vas descubriendo perplejo que tú tampoco podrías alcanzarme nunca, sé que no tenemos nada.

Acomodo mi oreja sobre tu pecho, escucho la carrera exquisita y esquizoide que debajo de la piel se fragua, y es una injusticia, una afrenta. Me soltaron al mundo con nada y con mi cuerpo, con la imposibilidad de franquear la tela tibia que me cobija las venas, tropezando a cada momento con la telaraña cerrada que te contiene. 

Eres ese otro que me exige con urgencia la abolición de las distancias, pero que desnudo, bajo las mismas sábanas, sabe, con mortal certeza, que está allá, al otro lado y no bastan, jamás bastarán, los pactos de sangre, ni los besos, ni esas horas incansables en las que buscamos detrás de unos ojos el rostro del demonio. Abbadón ríe desconsolado por esa búsqueda agónica que lo condenó a él mismo a la vida eterna.
Estaba todo perdido desde el principio de los tiempos, cuando en el conjuro tuvieron mis huesos que quedarse aquí adentro, sin los tuyos. Nunca podremos escuchar el sonido de nuestras tibias chocar. Las luciérnagas lloran.

Todo estaba perdido desde siempre y no fuimos advertidos. Nos abandonaron en esta cárcel de la edad de todos los dolores. En esta inconmensurable lejanía los alfileres de plata se oxidan, las venas se desmoronan, el tiempo es una flecha en llamas que anida en el vientre. «Porque en lo más profundo de la posesión no estás en mí».

Esa era la falta insalvable, huracán mío. Nada más aberrante que un abrazo. Mientras tu cuerpo desnudo va tejiéndose inmenso sobre mi espalda, emerge triunfal y maligna la más profunda orfandad. Me acomodo en una esquina de tu cuello mientras el drama del universo cobra materialidad en esta carne que me constriñe y me confina a los despojos del tiempo. Al final, la única certeza que nos queda es que estamos abandonados en nuestra propia carne, en medio de este cataclismo perpetuo, y que nadie, nunca, podrá traspasarnos la piel para colocar la caricia del último dragón del mundo en un lugar que nos salve de una vez y para siempre del abandono. 

Lo mismo puedo ahora recoger el camisón y meterme en él, que arrojarlo por la ventana.

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