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El aparador

Inerte y de frente al aparador, me reflejo en el oblicuo abismo de posibles fragmentos que mi rostro va sembrando en el camino, y en ese mismo instante me doy cuenta de que soy inclemente a un sinnúmero de cosas que se ubican dentro de nuestro mundo, tal vez porque mi moral sea nula para lograr asombrarme o hacerme caer sobre mis rodillas cuando algo terrible y atroz, algo que cabe perfectamente dentro de las definiciones de la injusticia humana, es cometido. Pienso un momento en todas las reclamaciones que me han hecho llegar a mis oídos diciendo de mi persona cualquier insulto o aproximándose a tales debido a mi inaceptable y pecaminoso comportamiento. Se pensaría primero lo mejor de mí y de mis sentimientos y deseos para con los de mi especie; se pensaría, como indica el concienzudo nivel de abstracción, que mi alma posee un halo bondadoso y de caridad, lleno de convicción católica y arduo arrepentimiento e incluso, se dejaría que mi progenitora tomase participación en el polémico debate. Pese a ello, en realidad soy un hijo de puta, o mejor dicho, me considero un hijo de puta demasiado bien hecho, con algunas fallas en su formación, pero nada que no pueda corregirse con vehemencia y ahínco. El truco consiste en despertar y nublar los pensamientos lo mejor que se pueda, olvidar que se tiene una recámara, comida y aparatos eléctricos para después, como gran cierre, traspasar la puerta y exhalar el tufo hacia lo inexplorado.

Confieso, en este momento, que me ha costado llegar al nivel donde me encuentro. Largas jornadas de arrebatos y caprichos irrealizables han causado que mi salud se deteriore sin detener ya su rumbo. Solamente algunos libros han hecho que mi condición mejore, logrando incluso que alguno de ellos haya arrancado de mí una sonrisas y deseos de bienestar fervoroso, pero de inmediato me doy cuenta de la trampa, de la presa y del juego que funestamente pudiese existir entre estos, y es ahí donde detengo la maquinaria y doy marcha atrás para restaurar mi resguardo. Mi mente, calcinada de tanto desértico palabrerío, toma uno a uno esos libros y los arroja al fuego blanquecino hasta que desaparecen sin que quede huella de su presencia. Cuando todo esto ocurre y nuevamente recupero las energías para retornar a mi estado indulgente, reformulo el debate con nuevos bríos y sospechas; nuevos apuntes se garabatean dentro del papel prismático, descartando posibles soluciones y atrayendo dudas que no puedo responder.

La cuestión consiste en que tal vez lo importante no sea mi incompatibilidad con sus creencias y sus rezos, ni mucho menos en que pudiera parecer que planteo el surgimiento de una nueva moral con las puertas abiertas a quienes la nueva creencia les siente como un día de sol y de arena; no es así por desgracia. Pero lo que sí pudiera ser cierto, por desgracia, es que tal vez en el fondo todos esos zarpazos sin objetivo aparente significasen algún soberbio malestar ocasionado por la envidia de verme eructar y vomitar las asombrosas delicias que la vida entre hombres provee y reproduce. Sí, eso es exactamente lo que ocurre con esas gentes. Lo descubro en sus cabellos y sus dientes, y en toda esa mofa que cargan consigo cuando se les pregunta si no conocen la vía más rápida para el suicidio colectivo.

No me asusta ni interesa que pueda merecer algún tipo de castigo por quebrantar las reglas del gran ojeroso que todo lo inventa y lo destruye; pienso que soy muy viejo para las amenazas y contestaciones. Me intriga seguir haciendo girar sus cabezas hasta hacerlas reventar como estrellas en el espacio. Me intriga poderosamente también que algo pudiese desquebrajarse al tiempo en que lanzan sus voces estériles por debajo de la sábana. Recalco a sobremanera, por si alguien aún no lo comprende, que quedo absuelto ante toda esa basura de imágenes paliadas y divertidas. Renuncio al entendimiento estético, a la carne, a las marcas que dejan los filósofos sobre mis pezones. Nada en mí se parece a un hombre, menos a una bestia. Soy una especie que reencarna en el futuro, con un lenguaje y costumbres propios; así mi nombre no quedará registrado en sus inagotables archivos.

Tengo en cuenta que de esta forma jamás encontraré la paz ni la dicha anheladas, pero es mejor renunciar ahora que labrar la propia daga del atropello personal en frente de todos. Seré valiente para no caer en simplísimos goces que desestabilicen mi jugarreta. Seré la sombra que alumbre al jaguar callejero en su tarea de cazador empedernido. Tocaré tres veces el fondo del aparador para que me sean reveladas todas las fragancias. Esconderé los rastros de la civilización y nadie más que yo podrá hacerlos aparecer nuevamente. En verdad seré un hijo de puta mejor de lo que he sido, como nunca se ha visto otro igual. Dejaré que la avaricia de los desposeídos me haga su hijo predilecto. Ya no tengo dudas de lo que soy y puedo dejar de hacer, así que por favor, sin más preámbulos ni discusiones, abran paso a la desobediencia del efebo que está a punto de abandonar el barco y remar a contracorriente. Abran paso, dije por favor.    
   
Ninguna idea clara se mantiene en el instante. No puedo defenderme; estoy completamente descubierto. En ocasiones, con mansas dudas me pregunto si la gente que vive en las banquetas y en las avenidas experimenta a menudo estas avenencias y aberraciones que siento en mi pecho. Si en ellos también se deja apreciar el ascetismo, la inoperancia y el hambre, y si es también por esa razón que realmente nada se les escabulle por entre el recuerdo, y por lo tanto, nada tienen ni nada conservan. Solos, únicamente sujetos a las telas con las que fueron arrojados a esta dimensión, van caminando lánguidos y reflexivos. Un viaje a lontananza les espera, sin trazos, ni marcas, ni rayones en los pisos. Aferrándose a la última moneda que arroja el sol cuando va y no regresa.

Quizá ellos sean mis verdaderos parientes, en los quien realmente pudiera confiar y morir a su lado sin tener que preocuparme porque extraigan de mi indumentaria nada más que mis palabras. Terminaré el día pensando en comenzar con ellos la penumbra. Espero me reciban de brazos sucios y abiertos. 

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