Nos mudamos:

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Sueño-escalera

Llegué un poco tarde. Ya todos estaban allí. Nunca he entendido por qué nos citamos dos veces por mes, a las diez de la mañana, los domingos, en un puesto callejero de pancita, para arreglar los asuntos de la revista. Nos reunimos allí y, salvo que alguno llegue crudo (alguno de los únicos dos que comemos carne), cada quien pide únicamente un café de olla. Acababan de traerme mi café cuando recordé que debía ir a dejar al miau. Miré a mi lado y sí, por fortuna había traído conmigo la cajita de cartón con entradas de aire. Me levanté de la mesa, tomé del suelo la caja y me fui corriendo con la promesa de que no tardaría.

¿A dónde iba a llevar a ese miau? Creo que más por costumbre que por tener un rumbo claro me encaminé hacia el centro de la ciudad. Llegué pronto. Recién fui entrando en las calles de ese ombligo de luna, pensé que aquel día me gustaban más que de costumbre las callejuelas, la infinidad de escaleras que subían y bajaban laberínticamente, las casitas rojas y ocres que se apilaban unas sobre otras como en una torre de maderitas a punto de caer, las escalinatas que nunca paraban entresacadas como hilvanes.

Recorrí con prisa la calle principal, luego me metí en un callejón estrecho que desembocaba en una plazoletita rodeada de un montón de casas minúsculas, de madera, clavadas entre cientos de escaleras que subían y bajaban por los costados y se conectaban por la más amplia variedad de puentes: colgantes, levadizos, de tela, de cuerda floja, de madera, tejidos con mecates. De los balcones caían enredaderas que, cuando crecían lo suficiente, eran fácilmente confundidas con puentes engañando a más de alguno, provocando descalabros en las noches sin luz. Subí por una de las tiras de escaleras, crucé algunos puentes ―de los buenos, por fortuna―, y al fin, en una esquina encontré la casita donde vivía mi primo. Esperaba que él cuidara de Miau ahora que yo no estaría. Su pequeña casa era de madera y tenía la forma de un hexágono, con los techos altos. Dentro de ella sólo cabía su cama, porque era una cama muy grande, así que aprovechando el espacio hacia arriba había puesto un tapanco-estudio donde dibujaba todo el tiempo, con libreros en las seis paredes. Allí también habían quedado mis plantas, desde la vez anterior que me fui.

Por fortuna estaba en casa, me pasó al hexágono de madera y le conté nuestra situación. Mi primo se disculpó, no podía quedárselo ahora, pasaría unas semanas fuera de casa y no sería bueno para el miau quedarse solo, ni para las plantas quedarse con él. Ni modo: tomé la cajita y eché a correr escaleras abajo, comenzaba a hacerse tarde. Afuera hacía un calor endemoniado. Abrí la cajita y la bola de pelos me miró con ojos dormilones y cansados, el pobre estaba agotado. Volví a la avenida principal, ahora estaba atiborrada de gente que parecía escurrirse desde las más absurdas entradas y salidas. Las banquetas se desbordaban, un bullicio atolondrante nos perseguía a Gato y a mí.

Caminé en medio de esas oleadas de personas, como entre de las cascadas de frijoles que brotan de un gran costal que se ha roto. Busqué un pasaje conocido, entré en él y volví a correr, más huyendo del escándalo del domingo en el centro que por la hora. Llegué a un andador empedrado, al final, éste se bifurcaba en dos callejones, también empedrados. Uno iba hacia arriba y el otro hacia abajo, abriéndose nuevamente en callejoncitos con escaleras y puertas con aldabas de herrería que se entremetían en los escalones. Tomé camino por el que bajaba, encontré el número 37, saqué las llaves y abrí. Aunque hacía tiempo que ya no vivía ahí, cuando me fui mi mamá insistió en que conservara un juego de llaves “por cualquier cosa”. Entré. Ella no estaba en casa. Volvió a impresionarme el reducido tamaño de aquella casita, llena de estantes pequeños con teteras de colores y materiales variados; allí los techos son muy bajos, a lo mejor alguna vez fueron altos y luego llenaron de niveles la casa y por eso se hicieron chicos. Aunque fuera un lugar poco espacioso a mí siempre me había gustado vivir allí. Me gustaba que por dentro fuera como un laberinto donde se podía jugar bien a las “escondidas”, había buena luz todo el día y las paredes eran frescas y gruesas. 

Serví agua en un traste y lo puse en el suelo, abrí las ventanas e instalé a Miau en un sillón que daba al balcón. Escribí una nota para mamá y salí corriendo. Ahora sí era muy tarde. Al mirar el recorrido enrevesado que me esperaba sentí cansancio, un cansancio atroz, cansancio de escaleras, de calor, de la hora, de los pasos, de entrar y salir de callejones que nunca terminaban. No sé porqué tuve ganas de llorar. Pero era tarde y había que apurarse. Tomé infinidad de pasillos, callejones, callejuelas, andadores y demás pasajes afines. Todos repletos de escaleras.

Anduve mucho rato, luego de tanto vericueto llegué donde terminaban los escalones y comenzaba una rampa de pendiente suave, en espiral, que tardé mucho en andar. Al final de la espiral, muy en lo alto, se abría una enorme construcción circular, de piedra obscura y rasposa ―no clarita y lisa como la que empedraba algunos caminos de la ciudad. El edificio podía ser la imitación geométrica de un cráter, en cuyo centro se extendían explanadas pequeñas de distintas formas y en diferentes niveles, superpuestas unas sobre otras, como placas que un gigante había acomodado con gracia en una tarde ociosa. 

Cuando estuve al filo de aquel volcán ficticio vi a Santiago al otro lado del borde. Caminé rodeando, despacio, tratando de recomponerme de tantos escalones que terminaba en ángulos más o menos rectos, acomodándome a la circularidad. Lamentaba haberme demorado tanto, casi se escondía el sol.

― Lo siento. Dejé a Miau en casa de mamá.
―No te preocupes.
―Estas horas aquí siempre me apachurran un poco.
―Ya lo sé, a mí igual pero qué se le va a hacer ― dejó caer una sonrisita de lado― en fin, qué bueno que ya llegaste ¿Ya se te ocurrió algo?
― Nada (suspiro), pensé que después de andar la ciudad algo se me ocurriría, pero no (otro suspiro) ¿Y a ti?
― Nada. Llevo toda la tarde aquí y de verdad, nada. No sé qué hacer con tanto espacio abierto y circular… pero me gustan las piedras arrugadas.
―Sí, a mí también, y estas tardes medio apachurradas… A lo mejor lo dejamos así nomás.
Y nos recostamos a sentir el relieve de la piel de las rocas.
― ¡Se me olvidó! Dejé a los chicos en la pancita.

Miau, me despertó de un ronroneo en el cuello a las seis de la mañana. Bajé las escaleras de la cama.


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