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Pensamientos


Ella no lo recuerda pero fue un logro pronunciar su primera palabra. Tampoco sabe que le tomó más tiempo de lo común. Lo que aún no queda en el pasado es esa sensación de ajenidad, vaga y estremecedora, que rodea su voz. La mañana de ayer, se dio cuenta de todo. Parada frente al espejo, desnuda, contemplando su cuerpo como quien recuerda algo triste, exclama para su reflejo: “¿Amparo?”. 

Apenas hace unos meses Pedro pasó por ella a la Facultad. Le gustaba mucho escucharlo, sus palabras eran tan claras, cosa rara para un estudiante de filosofía. Pedro podía estarle hablando del “ser” como quien pide la canela del capuchino. Atendiendo a las palabras de su novio, pensaba en un caminante que encuentra un trébol de cuatro hojas cada tres pasos. Siempre halla la palabra precisa, la más sencilla, la más afortunada. “Te extrañé como un perro, Amparo, uno de ésos que se tumban a soñar a la luz del sol”. Los ojos de Pedro son de un tono similar al de su voz, un color sepia, algo peculiar. Palabras suaves, tenues, que fluyen como mantequilla tibia sobre el pan. Palabras simples, juguetonas, flores pequeñas y blancas en el jardín. “Yo también te extrañé”. Otra vez esa voz burda y vacía. Besó al muchacho para compensar la soledad de la frase. 

 Amparo no ha hablado en todo el camino. Casi nunca platica con su abuela, a lo mucho pregunta. Prefiere acompañarla al rosario, decir esas oraciones tan bellas del librito. Llegan a la iglesia de Santiaguito y caminan por el atrio, el día es tan bello que todo parece acabado de crear. El aroma del pasto, la humedad de las zonas pavimentadas, la ligera brisa que cae cuando se abre el cielo. Todo hace que su vestido blanco con listón de organza, resplandezca. “¿Cómo se llaman estas flores, Abue?” “¡Ah! ¿Ésas? Se llaman pensamientos”. La niña no responde, se queda inquieta. La abuela nota su expresión de desconcierto “Se llaman así porque son pequeñitas y claras, así como tus pensamientos”. La niña sonríe al sentir montones de florecitas dando vueltas en su cabeza, luego se espanta porque imagina que salen de su boca, oscuras y marchitas. Toma la mano de su abuela para tranquilizarse.

 “¡Dime qué te pasa Amparo, no soporto verte tan triste!” Pedro estaciona el coche. Ella lo mira con esos ojos negros que hunden al abismo todo cuanto ven. “Por lo menos dime algo, mi vida… todo esto debe ser mi culpa, tal vez he estado demasiado concentrado en mí mismo, tal vez te he descuidado, pero compréndeme, yo te quiero más que a nada, tienes que confiar en mí”. Amparo deja de mirarlo, se acomoda el cabello detrás de la oreja, carraspea, lo que le pasa no tiene nada que ver con las ocupaciones de Pedro. “Es algo extraño, como si yo misma… el otro día tuve un sueño.” Pedro escucha, Amparo saldrá con otro relato que no tiene nada que ver. “Soñé que estábamos sentados a la orilla de un río. El agua quieta reflejaba la luna llena. La noche nos envolvía con todo su silencio, quería gritarte pero algo me hacía callar. Y la angustia crecía, yo sudaba, la luna dormida como una flor blanca, tu rostro apenas iluminado, un aroma a humedad…”.   

Salió corriendo por el pasillo hasta el cuarto del fondo. Sólo llevaba un calcetín, cada pasito era un nuevo estremecimiento, un grito más de desesperación. Se acostó al lado de su abuela y la abrazó fuerte. “¿Qué te pasa Amparito? ¿Te da miedo la lluvia?” La niña temblaba y no era por la lluvia, era esa voz de adentro, ésa que no era suya y caía del cielo en un montón de murmullos. Ya no va a quedarse callada, va a encontrar la manera, ya no la va a escuchar. Trata de pensar en las florecitas, pensamientos blancos que bailan, pensamientos que pueden salir. 

“¿Quieres que te deje en paz, quieres que me vaya, que ya no te pregunte, que me quede como un pendejo sin hacer nada por ti? ¿Que vea cómo vas huyendo, cómo te niegas al mundo? ¿Quieres que consiga uno de esos psiquiatras que me cagan?” Amparo ya no está para responder. La tormenta de imágenes lo ensordece todo, no puede atravesar ese velo denso que la separa de Pedro. Trata de hablar, ¡cualquier frase sirve!, para calmar la tormenta. No lo logra. Pedro, lejos asomado en el lago, ella ahogada hasta el fondo como un ramo de pensamientos, lluvia, un pasillo largo. Pedro sube al coche, no es la primera vez que llora por ella, piensa que Amparo ya no le tiene interés, sabe que la ha perdido. 

Ella se queda sola. Entra al cuarto de baño. Comienza a quitarse la ropa. Ruido, carrusel de flores, de risas, de mantequilla, tréboles de cuatro hojas, pasos que estrujan la noche. Nunca ha logrado callarla, menos en soledad. Mira sus manos y las extraña como extraña a su abuela. Ya no son suyas, ya nada es suyo, ya todo es de aquella voz. Pronunció la primera palabra en voz alta para sí. Parada frente al espejo, desnuda, contemplando su cuerpo como quien recuerda algo triste y ajeno, exclama para su reflejo: “¿Amparo?”.



1 comentarios:

Magos dijo...

Ofelia...
Qué belleza, querida.
Felicidades, es de lo que más me ha gustado de tu pluma.

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