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¿16 + 16 marchantita?

Uno de los recuerdos que mantengo de mi infancia y que ahora evoco con tristeza y a la vez con cierto resentimiento, es el mercado. Principalmente el mercado de la Argentina, ubicado en el barrio homónimo, al norte de esta ciudad. Quizá no tenga importancia alguna para usted, pero para mí, ese mercado fue más que un lugar en donde compraba mi mamá los víveres semanales, más que un recinto de intercambio injusto y mucho más que un sitio meramente comercial.

El mercado de la Argentina significó en mi infancia el mayor reto aritmético que superar, pasó de ser un mercado común y corriente a ser el espacio donde se llevaba a cabo la mayor de las batallas numéricas en todo el país, sin violencia física por supuesto, pero con un ávido deseo de vencer despiadadamente a todos los enemigos -otrora anónimos- que esperaban atacarme sin siquiera un gramo de compasión, la cual suponía despertaba mi edad.

Las batallas tenían una formalidad similar a la siguiente:

EVENTO: Guerra de operaciones aritméticas elementales 
DÍA: Viernes al terminar clases
HORA: 15:00 aprox.
LUGAR: Mercado de la Argentina
PRESENTAN: Orgullosos comerciantes del conocidísimo mercado “ARGENTINA”
PÚBLICO: Al público en general exclusivamente para ver el evento.
INVITADA ESPECIAL: Ella lo sabe.

Así estaban las cosas. Me preguntaba si acaso podría librarme de tan aversivo evento, pero no, prácticamente no existía forma -o al menos así lo creía-.

Toda la semana me preparaba física y mentalmente. De lunes a jueves corría en el campo de mi escuela, una hora exactamente, sin olvidar que este tipo de entrenamiento incluía el salto de obstáculos, naturalmente. Usted se preguntará ¿por qué correr si es una guerra de números? La respuesta es sencilla: existía la posibilidad de que la vergüenza después de la derrota fuera de tal magnitud, que la única opción que me quedara fuera correr y escapar de aquel lugar. A toda velocidad, librando los puestos, la fruta y verdura tirada, el pellejo de los pollos e incluso, a rabiosos perros callejeros esperando un trozo de carne para devorar –rogaba que no fuera el mío-.

Pero el entrenamiento mental requería de mayor rigurosidad. No se trataba simplemente de poner atención en la clase de matemáticas o de resolver mis dudas, sino que abarcaba mis actividades cotidianas. Por ejemplo, cuando iba en el carro, en vez de mirar el paisaje me fijaba en las placas de los carros y sumaba los números que venían, (MAX 3318, las placas de aquel Ford Guía que mi mamá tenía, las primeras en ser sumadas) esto en un tiempo de 7 segundos a lo máximo. O cuando mi mamá me preguntaba lo que había gastado en la semana para apuntarlo en su agenda,  yo tenía que responderle rápidamente, sin titubear o de lo contrario mi mamá recurría a la calculadora, cosa que me subestimaba totalmente.
Además de incorporar toda la aritmética posible, me preparaba para confrontar visualmente a mis enemigos, pues no sé si a usted le pase pero a mí el contacto visual se me complica demasiado, me pongo nerviosa, se me olvidan las cosas e incluso me tropiezo cuando voy en la calle.

Hasta que llegaba el día. Desde que despertaba no tenía otra cosa en mente que la guerra  y aunque para los demás era un día normal, para mí era el gran día. Para no contarle la minuciosa rutina que seguía desde que me despertaba hasta el esperado evento, se lo resumiré en una palabra: NERVIOS.

Me temblaban las manos todo el día, miraba a mis amigos y me parecía que tenían números en vez de cara; mi rendimiento escolar de los viernes se veía gravemente afectado por la falta de atención y bueno, mis amigas sabían que los viernes se me aplicaba la ley fría. Nadie se me acercaba.

2:45 de la tarde, el carro de mi mamá ya nos esperaba afuera de la escuela a mi hermano y a mí. 2:55 arribo al mercado “Argentina”. 3:00 de la tarde: COMIENZA LA GUERRA.
Entraba y todos fingían ignorar mi presencia, pero yo sabía que me estaban esperando.  Primer puesto: la pollería. Dificultad: mínima. ¿Cuánto es de 4 muslos, 2 alas y la pechuga? Decía mi mamá. A ver marchantita (se dirigía a mí) ¿Cuánto es 13 de los muslos, 10 de las alas y 24 de la pechuga sin pellejo? Y yo, con mi mirada bien fija en él respondía 47 pesos señor. Resultado: Primer batalla ganada.

Segundo puesto: la carnicería de “Don Goyo”. Dificultad: media. ¿Cuánto es de un kilo de carne para bistec, medio para alambre y otro kilo para picadillo? Decía mi mamá. A ver marchantita (se dirigía a mí) súmele: 56 de bistec, 38 de alambre y 33 de carne pal picadillo. ¿Cuánto le sale? Chin, esta suma estaba pesada, mmm…  y mi mirada amenazaba con traicionarme 127 señor. Uff! La libré. Resultado: Segunda batalla ganada.

Tercer puesto: el de frutas y verduras. Dificultad: alta, muy alta. ¿Cuánto le debo de la manzana, guayaba, melón, papaya, kiwi, piña, aguacate, lechuga, pepinos, espinacas y de la zanahoria? Otra vez decía mi mamá. A ver marchantita, súmele usted que está joven y fresca: 33 de la manzana, 19  de la guayaba, 25 del melón, 19 de la papaya, 18 del kiwi, 38 del aguacate, ah! De la piña son 22, 10 de la lechuga, 7 de la espinaca y le cobro solo 12 de la zanahoria? ¿Cuánto le sale mi china? ¡Me lleva la que me trajo! una vez más, mmm… son ¿cómo dijo de la zanahoria? De a 12 güerita, bien pues son…  ciento ciento… ¡no! Espere… y todo el mercado me observaba, mi mirada se empezó a perder y mi mamá se empezaba a desesperar  ¡son 203! ¿Ah verdad chinita?  Ya se le estaban yendo las cabras. Resultado: Tercer batalla ganada.

Cuarto puesto: el de don Pedro. Dificultad: bajísima. Don Pedro, oiga deme 4 kilos de frijol, del negro, el flor de mayo, el de vaquita y el otro écheme el que usted quiera.  ¿Cuánto le debo? –Última intervención de mi madre- Pues mire marchantita, son 16 del negro,  16 del bayo, y de los otros deme 15, ándele para sacar esto rápido. ¿Cuánto es marchantita? Por favor, que cosa tan más fácil, decía. Son 60 Don Pedro. Y nunca bajé mi mirada.

Vaya tontería la mía, el más fácil. Y todo el mercado me volteó a ver, pensé que se debía a mi triunfo en esta guerra pero no, no eran 60 eran 62. Acto seguido: risas inagotables, señalamientos vergonzosos. ¿Qué me quedaba? CORRER.
Resultado: GUERRA PERDIDA. Y yo, totalmente avergonzada, ¿Cuál escuela? ¿Qué matemáticas? En la escuela no le enseñan casos prácticos como estos y deberían, porque sus ecuaciones nunca las ocupo.

Este relato, querido lector, fue de la última guerra que tuve porque una semana después nos cambiamos de casa y no precisamente por mis guerras perdidas.

A decir verdad, las guerras que le precedieron fueron bastante desgastantes y sí, sólo gané una. O no sé, creo que esa vez llevé la calculadora.

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