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Aprehender la verdad inexorable

Traducción del italiano de la primera de cuatro partes, de la última conferencia dictada por el Dr. Mattia Bergamaschi en  julio de 1970, antes de ser internado por segunda y  última ocasión en el Instituto Neuropsiquiátrico Colonia Open Door de Argentina, donde fue considerado paciente crítico, las tres partes restantes están perdidas.  Es curioso que no haya sido internado en un manicomio italiano debido a que  uno de sus mejores amigos, el Dr. Franco Basaglia, se encontraba impulsando el movimiento anti-psiquiátrico que concluiría con la desintitucionalización de los psiquiátricos en Italia. En 1985 a la edad de 69 años fue visto por última vez el Dr. Bergamaschi, su desaparición se asocia a  la misteriosa muerte de la Dra. Cecilia Giubileo, trabajadora de “Open Door”.

La muerte es la finalidad última de la vida, única finalidad universal por ser intrínseca a toda vida humana, verdad de verdades por su carácter inminente, directriz de toda acción y obra humana; y siempre negada, por no depender de nosotros, por escapar a nuestro entendimiento a nuestra razón.

Toda teoría de la acción racional admite el andar del hombre por el mundo según una relación medios-fines, en la que no se concede a la muerte su papel absoluto como orientadora de afanes y acciones. El hombre culto y el inculto abrazan la felicidad como el único fin al que tiende toda acción humana, y olvidan un hecho, la única razón de vivir es que sin duda alguna deviene un morir; el bien no tendría razón de ser si fuéramos inmortales.

En la muerte se aloja la verdadera perfección, la perfección que niega la intromisión imperfecta del hombre, con un blindaje anti humanos la muerte no permite que nuestra razón la trascienda, así esta es verdad permanente en la vida que se consolida con su llegada infalible, mientras que la vida como la felicidad, están imposibilitadas a trascender la muerte.

La muerte se niega y se olvida, hecho que nos hace malvados. La negación de la única verdad inexorable, del fin verdadero,  produce la ingenua creencia del poder del hombre, y en casos afortunados de revelación, recalcitrante dolor ante la verdad, ante nuestra insignificancia.

Cómo les explico que a los hombres no nos da miedo la muerte, que lo que nos espanta es aceptar la imposibilidad de decisión  sobre la vida misma que creemos nos pertenece; huimos de ese ardor en el pecho que obnubila la conciencia, que nos hace buenos y nos desnuda como animales incapaces de develar los secretos de la muerte, animales comunes sin razón, sin poder.

Cómo les explico sin destruir todo aquello que los hace creer en mí, a lo que consagré mi vida y hoy sin miedo alguno puedo calificar como funesto y siniestro, aquello que los hizo levantarse a las ocho de la mañana para llegar a esta conferencia, eso que los hace felices aunque en el fondo estén destruidos y carcomidos, huyendo todo el tiempo del demonio.

Pues bien, empezaré con algo que les muestre que no  están frente a un farsante, y que hablo de esta tradición de la acción racional con la máxima autoridad que mi nombre me permite, pues como dice el muerto Aristóteles, “uno juzga bien lo que conoce, y de estas cosas es un buen juez”.

Juzgo yo, Dr. Mattia Bergamaschi Terreno, académico, conferencista e investigador; Licenciado en filosofía y estudioso de Aristóteles, Kant y Smith; Maestro en sociología y traductor de Weber; Doctor en  ciencias humanas e investigador de Aristóteles. Yo, sujeto lleno de títulos que confirman mi conocimiento sobre la teoría de la acción racional, pienso negar  hoy, y sin ayuda de la razón, el pensamiento que ayudé a reproducir.

Descalifico esta tradición aburrida, sin duda alguna, por encerrar a candado la magia de lo inexplicable, por pretenciosa de sabiduría humana y por perpetuar el mayor ultraje al pensamiento, aliviar el miedo de todo aquel que pedante no acepta que este mundo con todo lo que contiene no depende de nosotros los hombres; y hablo de esta gran teoría porque no me cabe duda alguna de que en ella se asientan hoy nuestras creencias, y que es el preámbulo de esta gran maquinaria de técnica-moderna que avanza sin nosotros que somos y actuamos sólo en tanto la muerte; y no como queremos creer, según la vida reducida a carne.

Y hago mención a todo esto en fin de comunicar un reproche, porque en la madrugada en que descubrí que era un mortal, cuando mi ser eclipsó en el terror y mis músculos tomaron formas aberrantes, cuando el corazón cual sapo huyendo de una víbora envenenada quiso salir de mi cuerpo, cuando mi cabeza ardió como si lava corriera por arterias y venas, cuando vislumbré mi cuerpo aplastado por la tierra y todo aquello que dijeron era verdad se desvaneció con la resistencia de una nube de humo, y sus artimañas hechas certezas perdieron sentido, cuando no conformes con el engaño que habían perpetuado, me diagnosticaron perdido y no quisieron salvarme y me abandonaron en el confín de un manicomio.

Porque después tuvieron que regresar un marido y padre normal que siguiera desempeñando su notable papel de reproductor de la mentira de la vida, lo que ya les era imposible, así que inundaron mi cuerpo con drogas legales  y me hicieron encarnar la felicidad, felicidad falsa y mediocre de Diazepan, Clonazepam y Paroxetina, de Alprazolam, Amitriptilina y Flurazepam, de Amoxapina y Duloxetine, porque pusieron una camisa de fuerza en mi cabeza y aún así no pudieron arrancar el sufrimiento de saber mi muerte y la de todos ellos.

Sé que no fue sólo culpa suya, yo también quise negarla y destiné todas mis fuerzas a la apología de la vida, enseñé a mis alumnos e hijos y esposa el arte del hombre inmortal, contribuí a dejar su alma vacía y así los condené a temer a la muerte. Expliqué tantas veces al hombre que se rige según las máximas derivadas de la razón, al bien racional como fin último, negué la maldad y callé toda vez que la idea cruzó por mi cabeza, pero hoy, el Dr. Francisco Bergamaschi ya puede decirlo, la muerte es el fin máximo y la vida con todas sus experiencias se supedita sólo a ser un medio.

Dicho lo anterior dejo claro que en esta conferencia no voy revelar los secretos de la acción racional, me limitaré a hablar de cómo dirigir la vida-medio al fin-muerte, como acabar con el terror de nuestro destino inexorable, como ser un buen mortal. Así que el que no quiera escuchar a aquel que ha sido considerado loco por no creer más en la mentira, puede salir de este auditorio seguro de que no será juzgado, pues el que está sentado en el banquillo de la anormalidad soy yo.

La muerte como fin último da sentido a toda acción de vida, o díganme ustedes, ¿con qué razón comiera o construyera una casa o simplemente buscara explicar el mundo un hombre que tiene tiempo de vida perpetuo? ¿Para qué abrazaríamos a los seres queridos o los cuidaríamos del peligro o los amaríamos, si tuviéramos que verlos eternamente?  ¿Qué sentido tendría respetar a la madre y al padre que nos dieron la vida si esta misma fuera por siempre? ¿Qué bien sería la vida si fuera finita? ¿Por qué vivir? Porque el tiempo es poco.

Hombres, dejemos de ser inmortales y pensemos antes de que la muerte nos retorne a nuestro mayor estado de bondad, la no-acción. Dejemos de ser inmortales y miremos la vida con la espalda y la muerte con los ojos. Abracemos la melancolía, el dolor, a la bestia, y abracémosla de tal manera que no escape de nosotros a fin de ser olvidada y dañar al resto. Seamos mortales pensando la vida que se acaba.

Ahora todos me preguntarán ¿cómo ser un mortal? Parecería que es fácil ser lo que somos, pero les diré que a mí me tomó 54 años de vida el serlo, les narraría paso a paso el camino que me llevó a la mortalidad, pero aún tenemos creencias muy arraigadas que nos hacen pensar que  toda historia de vida es diferente, aunque se unan en las partes medias y los polos.

Tomando en cuenta todas las complicaciones alrededor del hecho de ser lo que somos, me tomaré el atrevimiento de extender esta conferencia para explicar que camino debería seguir el hombre inmortal para llegar a ser un mortal, así que reitero una vez más, el que quiera salir de esta sala está en todo su derecho de evadir el miedo.


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