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Cadenza


Yace en un fondo blanco inmaculada, desangrándose, tiñendo la memoria de rojo cálido, ahí como cuerpo inerte, vacío, con los ojos en blanco y el cabello de oro que se entristece al sentirse abandonado. Por fin ha partido, nunca quiso abandonarlo, no fue su intención infligir angustia, pena y dolor, mucho menos desasir el mundo que crecía ante sus manos, pero ya no hay marcha atrás, no hay forma de modificar sus actos, la violencia con la que ha quedado marcada para siempre, estará expuesta al mundo que quiera presenciar la brutalidad con que se juzgó; nunca fue construida para auto liberarse. Atada al extremo de la eternidad, atada al laberinto de la frialdad, sin ningún gesto recibió el castigo, uno a uno, en su milenario cuerpo de metal, la bestia superada regresa con vergüenza y desencanto mezclados, susurrados al hocico babeante de lujuria.

Traicionados se sintieron todos al descubrir la farsa, en cada nota deambulante, en cada rasguido deprimente. El concierto se detuvo en escalofriante silencio, hipnotizados sentimientos de dulzura, de arrullo sanador, brotaban las lágrimas una por una con el alma abierta del espectador. En omnipotente presencia se alzaba cada noche para curar las heridas imposibles de aliviar, para abrirlas más hasta agotar toda aflicción sin reproche, sin empatía, sin recuerdos, sólo la perfección como modo de vida, de belleza nociva, abrumadora. Presenciar aquella combinación abominable de inhumana ejecución, de esplendor y pureza, sólo podía reducir al público al absurdo, a su miseria, a la frustración y la envidia. Después del despertar, y del natural agotamiento del alma, a nadie le gusta ser recordado como un suspiro lanzado al vacío para ser completamente olvidado; la vil resaca de los asistentes al concluir el paseo por el divino infinito al que ella los invitaba.

Un rasgado grito de acusación comienza el caos: anarquía y confusión en los ojos, ira incontenible y miedo desbordado. Acorralada, no deja de emitir notas afinadas, andantes ritmos en tiempo exacto, hasta el inevitable resquicio de su artificial interior. El más impecable de todos los artilugios funcionando en espléndida orquestación, sin yerro, uno a uno en perfecta sincronía justo antes de su final; el último gran espectáculo con el cuerpo que coronaba la falta de dios. La horda acababa pedazo a pedazo, la repugnancia de tal existencia, hasta quedar abandonada en el majestuoso escenario del adocenamiento humano.

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