Debió continuar cerrada, pero no fue así. La puerta no debió exponer nunca esos cuerpos; toda la miseria resguardada en la habitación de acero.
Ingresó la luz. Aparición del cuchillo risueño, la mano temerosa; el brillar de la punta revelando su imparable trayecto. En medio del cuarto, la inmensidad de aquel humano traspasada por otra de mayor volumen. La carne sometida a los designios del pulso. La alfombra girando, y ambos cuerpos, cubiertos de un lunar carmesí, cayendo dormidos hacia las profundas fauces del subsuelo.
Abajo, la noche emitía su temprana presencia. Los cuerpos danzaban con la lira del gallo, y en ese estado uniforme, era difícil saber cuál de ellos agonizaría primero.
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