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Naturaleza cotidiana del suicidio jamás consumado: en memoria de los muchos yos que matamos a diario


Mas en la médula de esta alegría, 
no ocurre nada, no; 
Gorostiza, Muerte sin fin

Escribir sobre el suicidio no parece fácil, sobre todo para alguien a quien la idea lo ha acompañado desde hace varios años. O quizá no. Quizá escribir sobre el suicido sea especialmente fácil para alguien a quien la idea lo ha acompañado por varios años. Sea como fuere, parece ser que la única manera de saberlo o descubrirlo es así, escribiendo: escribir para no dejar de escribir verbos.

Una de las paradojas más inquietantes del suicido es que, en el fondo, se trata de una respuesta a la vida. Es cierto: por definición todos los actos lo son, pero en el caso del suicido su carácter determinante, definitivo, lo coloca en una categoría propia, profunda. A pesar de Camus y su dicho de que alguien podría suicidarse porque ese día se recibió de un amigo un trato más indiferente que el acostumbrado, o de Josef K. avergonzándose para sí por pensar que se mataría solo porque los agentes que fueron a buscarlo se comieron su desayuno, el suicidio pertenece a una categoría de actos menos triviales o menos susceptibles de ser trivializados: “Habría sido tan absurdo quitarse la vida, que él, aun cuando hubiese querido hacerlo, hubiera desistido por encontrarlo absurdo” (El proceso). En esa oscilación entre lo absurdo y lo plenamente significativo, en esa ambigüedad que por momentos impide decir si se trata de un acto banal o consistente con un sistema complejo de pensamiento, se encuentra el carácter profundo, indescifrable, del suicidio.

¿A qué pregunta responde el suicida con su acto? Sin que pueda efectuarse una generalización injusta, irrespetuosa ante el intenso dolor que una persona debe sentir para arribar a esta decisión, me aventuro a suponer que en muchos casos esa pregunta está emparentada con la angustia, la angustia de la existencia que no por sonar a lugar común o cliché filosófico o literario es menos real.

La pregunta, en este sentido, es la vida en sí, con lo que de nuevo se vuelve a la paradoja: ¿responder a la vida con la decisión de acabar con ella? Después de todo no suena tan ilógico, al menos no en esa lógica contingente y arbitraria, fabulada, que elegimos para que rija nuestra existencia. En cierta lógica personal, íntima, de uno y muchos, el suicido es, en efecto, una respuesta.

Sin embargo, no menos cierto es que para algunos la respuesta a una pregunta nunca (o casi nunca) es directa. A la respuesta se le lleva y se le conduce, se le guía, se le hace creer que lleva el paso. La respuesta es sometida al vaivén y la cadencia. La respuesta es el último trago que se ondula y se bambolea en el fondo del vaso antes de apurarlo ―o, mejor, para jamás apurarlo. La respuesta es el tema al que se le inventan variaciones. La respuesta va y viene: disimulada, deformada, restituida, bordeada, sin nunca realmente enunciarse.

¿Qué quiero decir con esto? Que, pienso o propongo, existe un tipo especial de suicidas: aquellos que nunca consuman su suicidio. Que quizá lo piensan toda la vida y, sin embargo, nunca lo realizan. Que al final, para ellos, la pregunta es más importante que la respuesta y por lo tanto el suicidio no es más que el demonio que a pesar de su naturaleza, o conforme a esta, algo tiene de incitador y estimulante. Una presencia con la cual en algún momento se traba conocimiento y amistad. El suicidio como una posibilidad latente y por ello tranquilizadora.

Hay gente que piensa casi permanentemente en quitarse la vida y sin embargo no lo hace. ¿Por qué? ¿Porque a su manera y pese a todo, ama la vida? Puede ser. Puede ser que se piense que se ama demasiado la vida como para irse de ella en el momento que se cree adecuado. Solo que, sinceramente, pienso que la respuesta es menos metafísica, menos trascendente. Mi hipótesis es que ciertas personas no se matan porque con cierta frecuencia consuman suicidios mínimos, cotidianos, imperceptibles quizá para otros pero importantísimos para el interesado.

Una parte de nosotros muere diariamente, pero hay ocasiones señaladas en que esas pequeñas muertes las provocamos nosotros mismos. ¿No murió una parte de ti, un yo que eras, el día en que enviaste una carta con la que sabías (aunque te esforzaras tanto por ignorarlo) que por escribirla y enviarla dejarías de ver a una persona? ¿No moriste parcialmente para ella? ¿No dejaste de existir en esa parte del mundo? ¿Qué diferencia encuentras ahora entre esa carta y un recado póstumo? 

Y así con muchos otros actos, cada cual en su correspondiente curso de existencia. La sesión catártica de quien suple con una borrachera o una pieza musical el acto fatal que daría fin a su sufrimiento. El dinero que se entrega a una prostituta para pagar el costo de no querer entender las causas de la soledad. El tiempo excesivo dedicado a una ocupación que permite ignorar los problemas propios durante una buena parte del día y la noche.

Yos como esos matamos, si no a diario, sí de vez en vez, algunas con saludable alevosía, previniéndonos quizá contra el pistoletazo último que acabaría con la fuente del que manan todos los demás.

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