Nos mudamos:

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Oro negro/Buda verde


Con la colaboración de:

Ana Cecilia Acosta
y
Juarez Romero



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Espejo en el espejo


Un instante yendo sobre sí

un goteo que nunca termina

manantial sediento

rasgado

no cicatriza.

Un cuerpo montado en un sueño

un juego de olas que borran

el paso del futuro

su propio rastro

su orilla

que ya no necesitan.

Una danza pisando la puerta

que nunca habrá de abrirse

un canto encerrado un recuerdo

hecho para olvidar

Eco horadado

Vagina

de algo no anterior

Aliento que respira

siempre el mismo aire

la misma parte del ciclo

para no avanzar.

Polvo echado al abismo

Palabra de arena

Ritmo entre los dedos

Espejo de dios.
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Sombra de dragón (Draco umbra)


En ningún momento había perdido la dimensión de las cosas, todo lo iba percibiendo como habitualmente percibo la cotidianidad: un poco aberrante, siniestra, pero habitual, real y lo suficientemente estridente como para permanecer atada a ella por principio de embeleso a lo incomprensible. El embeleso, a la entrada de aquel tugurio, se erigía en la forma de un dragón de ojos llameantes que con sus escamas esmeralda enmarcaba la puerta. Un paladín de menor talla custodiaba la entrada, una versión humanizada —y por lo tanto ridícula— del dragón, revisaba los bolsillos de los que ingresaban. Cuando me acerqué, el hombre caricatura-dragón de la puerta me preguntó si venía sola, le dije que me esperaban dentro y me dejó pasar.

Al interior había al menos unas quince mujeres con atuendos que daban cuenta de su oficio. Hace muy poco, un hombre misterioso tuvo la gentileza de explicarme por qué las llaman ficheras, hasta entonces yo no había comprendido a cabalidad. En la pista de baile algunas de ellas se contoneaban, giraban con las luces, describían elipses con los tacones de sus zapatos. Otras más salían de los muros, brotaban como las burbujas del agua cuando hierve, aparecían y desaparecían, prendidas de las paredes, con sus redondeces que no acababan de explotar, con sus senos que no terminaban de reventar y sus miradas de yeso desorbitadas.

Y todo eso era real, podía tocarlo, sentía el calor de toda la gente que se agolpaba sobre mi piel, escuchaba la música amielada de un grupo de salsa que al fondo de la pista tocaba. Respiraba con normalidad, los colores, aunque chillones, guardaban su dimensión, las formas se contenían en sus espacios. Estuve tranquila de saberme dueña de mis sentidos. El brujo aquel me aseguró mil veces que la pócima no era ningún tipo de psicotrópico (una palabra que siempre me ha parecido melodiosa, como para decirla en las noches de hamaca) de cualidades alucinantes, sino únicamente un polvo, suerte de filtro medieval, que purificaba los canales capaces de percibir la forma de las bestias: esas alimañas propias que pautan a capricho nuestros sueños, obsesiones y fobias. Había advertido (y eso era una tranquilidad) que sólo se las podía mirar, verles la forma, conocerles un poco los rasgos, pero no había posibilidad de trabar ningún otro tipo de contacto con ellas, ni con la propia ni con las de los demás, para eso se requería de otro procedimiento mucho más complejo y peligroso, especialmente riesgoso para una neófita, como yo, en el arte de entablar querella con las bestias. Yo había pensado entonces que más que filtro medieval se trataba de un revelador que explotaba los granos de plata para que pudiéramos mirar las figuras que la luz había impreso ya sobre el papel fotográfico de la existencia. Mis fines eran literarios, con mirarles la facha bastaba.

Me acomodé en una de las mesas, pedí una cerveza obscura y un vaso con agua, el calor se hacía espeso. Me puse a mirar alrededor: me gustaba el lugar, me gustaban sus personajes, me gustaba yo instalada en medio de aquel mundo; pero de los rostros de las bestias aún nada. Comencé a reprocharme no haber pedido detalles sobre las formas habituales que delatarían su presencia, al menos de la mía, ahora me veía ahí rodeada de un montón de figuras que podían lo mismo ser la manifestación de la mía propia que de cualquier otra monstruosidad de la noche sórdida en la ciudad.

Entonces me di cuenta de que algunos cuerpos tenían unas sombras particularmente nítidas. Se trataba de unas manchas espigadas que se movían ágil y cadenciosamente entre la gente ¿Serían esas las formas de los demonios de cada uno de los que allí se encontraban? ¿Cómo saber, entre aquel baile como de antifaces, cuál era la propia? Yo siempre había imaginado mi bestia personal (la recreaba casi con ternura) más bien como algo de figura cercana a la del dragón.

Había una sombra particularmente extraña. Obscura, de un gris profundo y espeso, estaba recargada en una de las columnas casi al fondo del salón; aunque me daba la espalda tenía la mortal certeza de que me miraba. Desvié la vista, distraída por cualquier otra cosa: cuando la busqué de nuevo ya no estaba. Pedí otra cerveza. Y entonces la sentí. Detrás de mí alguien se aproximaba con pisadas como las de los elefantes cuando caminan sobre el lodo, dejando huellas profundas como lagunas donde los bichos mueren ahogados. Volteé hacia atrás. Era la sombra, con ese gris impenetrable de tarde de tormenta; esbelta, siniestra, caminaba hacia mí. No tenía ojos, pero tenía mirada, una mirada de llamas que salía de lo alto de su figura y me miraba a mí, atravesando mi carne pero sin traspasarme por completo, como quedándose en el centro de mi cuerpo, habitándolo. Cuando llegó justo a mi lado, me tocó con una de sus umbrosas extremidades las costillas. Quise sonreírle pero sólo me salió un gesto torcido. ¿No se suponía que una no podía trabar relación con las bestias más que mediante una serie de procedimientos extraños y peligrosos? ¿Sería entonces que esa no era la bestia? O en todo caso, no la mía, quizá la de alguien más que me invitaba a salir a la noche a caminar. Y fue cuando supe, no sé cómo lo supe, que me ofrecía el brazo  u brazo de sombra para salir. Dejé sobre la mesa el pago por mis cervezas, me colgué al cuerpo de la obscuridad y salimos a la calle. 

Afuera brillaban los charcos tornasoles y grasientos que había dejado la lluvia. Yo los esquivaba con descuido, pegándome al cuerpo (¿era un cuerpo?) aquél que me guiaba por pasillos renegridos por otras sombras. Sé que recorrimos puentes y túneles, que anduvimos kilómetros por las banquetas de micro ciudades dentro de la gran ciudad. Sé que nos contamos infinidad de historias, que eran todas iguales y que encontraban cada una su secuencia en la del otro. Y luego fue una habitación donde fui sombra espesa y tibia tendida sobre el claro de una luna. Fui una sombra gris como el fondo de unos ojos, con la espalda desnuda, donde otra sombra, más obscura y más espesa, colocaba un beso de lava que me atravesaba la columna y se quedaba dentro, en las vísceras, soltando ondas de calor. Sé que estuvimos tendidos sobre el piso de una habitación circular que olía a humedad y que salimos antes de que amaneciera, que caminamos tomados de la mano, o de ese pedazo de sombra que podía ser una mano, y que fatalmente llegamos pronto a la entrada de mi edificio. Sé que me tomó de nuevo de las costillas y me acomodó algo como un beso o como una mordida o una palabra letal en la garganta y se fue.

El timbre del teléfono, demasiado cerca, me arrojó a la mañana con un dolor caliente de huesos rotos. Me levanté para contestar pero no alcancé. Puse el café, comenzaba a rearmar la noche. Me ardían la garganta y la espalda. En la palma de la mano descubrí una mancha aterciopelada como de ceniza.
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Estudios para órganos imaginarios

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Naturaleza cotidiana del suicidio jamás consumado: en memoria de los muchos yos que matamos a diario


Mas en la médula de esta alegría, 
no ocurre nada, no; 
Gorostiza, Muerte sin fin

Escribir sobre el suicidio no parece fácil, sobre todo para alguien a quien la idea lo ha acompañado desde hace varios años. O quizá no. Quizá escribir sobre el suicido sea especialmente fácil para alguien a quien la idea lo ha acompañado por varios años. Sea como fuere, parece ser que la única manera de saberlo o descubrirlo es así, escribiendo: escribir para no dejar de escribir verbos.

Una de las paradojas más inquietantes del suicido es que, en el fondo, se trata de una respuesta a la vida. Es cierto: por definición todos los actos lo son, pero en el caso del suicido su carácter determinante, definitivo, lo coloca en una categoría propia, profunda. A pesar de Camus y su dicho de que alguien podría suicidarse porque ese día se recibió de un amigo un trato más indiferente que el acostumbrado, o de Josef K. avergonzándose para sí por pensar que se mataría solo porque los agentes que fueron a buscarlo se comieron su desayuno, el suicidio pertenece a una categoría de actos menos triviales o menos susceptibles de ser trivializados: “Habría sido tan absurdo quitarse la vida, que él, aun cuando hubiese querido hacerlo, hubiera desistido por encontrarlo absurdo” (El proceso). En esa oscilación entre lo absurdo y lo plenamente significativo, en esa ambigüedad que por momentos impide decir si se trata de un acto banal o consistente con un sistema complejo de pensamiento, se encuentra el carácter profundo, indescifrable, del suicidio.

¿A qué pregunta responde el suicida con su acto? Sin que pueda efectuarse una generalización injusta, irrespetuosa ante el intenso dolor que una persona debe sentir para arribar a esta decisión, me aventuro a suponer que en muchos casos esa pregunta está emparentada con la angustia, la angustia de la existencia que no por sonar a lugar común o cliché filosófico o literario es menos real.

La pregunta, en este sentido, es la vida en sí, con lo que de nuevo se vuelve a la paradoja: ¿responder a la vida con la decisión de acabar con ella? Después de todo no suena tan ilógico, al menos no en esa lógica contingente y arbitraria, fabulada, que elegimos para que rija nuestra existencia. En cierta lógica personal, íntima, de uno y muchos, el suicido es, en efecto, una respuesta.

Sin embargo, no menos cierto es que para algunos la respuesta a una pregunta nunca (o casi nunca) es directa. A la respuesta se le lleva y se le conduce, se le guía, se le hace creer que lleva el paso. La respuesta es sometida al vaivén y la cadencia. La respuesta es el último trago que se ondula y se bambolea en el fondo del vaso antes de apurarlo ―o, mejor, para jamás apurarlo. La respuesta es el tema al que se le inventan variaciones. La respuesta va y viene: disimulada, deformada, restituida, bordeada, sin nunca realmente enunciarse.

¿Qué quiero decir con esto? Que, pienso o propongo, existe un tipo especial de suicidas: aquellos que nunca consuman su suicidio. Que quizá lo piensan toda la vida y, sin embargo, nunca lo realizan. Que al final, para ellos, la pregunta es más importante que la respuesta y por lo tanto el suicidio no es más que el demonio que a pesar de su naturaleza, o conforme a esta, algo tiene de incitador y estimulante. Una presencia con la cual en algún momento se traba conocimiento y amistad. El suicidio como una posibilidad latente y por ello tranquilizadora.

Hay gente que piensa casi permanentemente en quitarse la vida y sin embargo no lo hace. ¿Por qué? ¿Porque a su manera y pese a todo, ama la vida? Puede ser. Puede ser que se piense que se ama demasiado la vida como para irse de ella en el momento que se cree adecuado. Solo que, sinceramente, pienso que la respuesta es menos metafísica, menos trascendente. Mi hipótesis es que ciertas personas no se matan porque con cierta frecuencia consuman suicidios mínimos, cotidianos, imperceptibles quizá para otros pero importantísimos para el interesado.

Una parte de nosotros muere diariamente, pero hay ocasiones señaladas en que esas pequeñas muertes las provocamos nosotros mismos. ¿No murió una parte de ti, un yo que eras, el día en que enviaste una carta con la que sabías (aunque te esforzaras tanto por ignorarlo) que por escribirla y enviarla dejarías de ver a una persona? ¿No moriste parcialmente para ella? ¿No dejaste de existir en esa parte del mundo? ¿Qué diferencia encuentras ahora entre esa carta y un recado póstumo? 

Y así con muchos otros actos, cada cual en su correspondiente curso de existencia. La sesión catártica de quien suple con una borrachera o una pieza musical el acto fatal que daría fin a su sufrimiento. El dinero que se entrega a una prostituta para pagar el costo de no querer entender las causas de la soledad. El tiempo excesivo dedicado a una ocupación que permite ignorar los problemas propios durante una buena parte del día y la noche.

Yos como esos matamos, si no a diario, sí de vez en vez, algunas con saludable alevosía, previniéndonos quizá contra el pistoletazo último que acabaría con la fuente del que manan todos los demás.

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Lo que la luna se lleva

Mamá decía que todo lo que el mar se lleva, luego de un tiempo lo regresa. Por eso todas las noches de luna, en cuanto la marea empezaba a subir, yo volvía a la playa en donde un día el mar se llevó a mi Mario. 

Yo no vi cuando las olas se lo tragaron, eso lo supe luego de un tiempo, cuando en una fiesta me encontré con la amiga de la amiga de su novia, quien me contó la historia: Mario nadaba bajo la luz de la luna, como delfín hacía piruetas en el aire y luego consagraba su acto con un chapuzón; una, dos, tres veces repitió el mismo movimiento, pero la tercera vez que se sumergió fue para no volver a salir. 

La mujer también dijo que los padres de Mario y la novia montaron guardia frente a la playa con la esperanza de que el mar escupiera su cuerpo, pero al cabo de siete días, al ver que esto no sucedía, regresaron a sus casas. 

El día que yo llegué a la playa ya habían pasado seis años desde la desaparición de mi Mario. La gente del poblado no recordaba del todo bien la historia de su muerte, pero habían llenado los huecos que deja el olvido con detalles fantásticos: una señora aseguraba haber visto cómo, mientras él hacía la última pirueta en el aire, una ballena salió de las aguas, abrió la boca y engulló su robusta silueta; un niño decía que su abuelo le contó que un muchacho, desilusionado al ver que la belleza de su novia desmerecía ante la beldad de la luna, enloqueció y se arrojó al mar para unirse en beso eterno con el reflejo de la mujer de cara redonda y blanca; una anciana dijo que Mario no estaba muerto, que se había convertido en un delfín y que en las noches de luna llena podía oírsele cantar coplas de amor a la luna. Me quedé con la última historia, porque pensé que de haber estado yo en su lugar, me hubiera gustado que así se contara mi muerte. 

Cada que me encontraba en la playa esperando su regreso, aguzaba el oído para alcanzar a escuchar su canto. Después de tres años lo oí primera vez: el compás de sus chillidos seguía el ritmo de una marcha de guerra, en tono de reclamo él le pedía a la luna que lo dejara libre; Mario nunca la amó, pero ella sí que se enamoró de él, por eso lo encarceló en su reflejo. 

Ese primer día las dudas no dejaron de invadirme. ¿Por qué Mario no se había enamorado de la luna? ¿Por qué en lugar de cantar coplas en honora su belleza profería maldiciones a la mujer de las sombras? ¿Qué haría yo si ella se enamorara de mí?

Seguí esperando. Todas las noches de luna llena me sentaba en la orilla de la playa para mirar cómo el delfín, furioso, azotaba su cuerpo contra las olas. Aguardaba el momento en que mi Mario rompiera las cadenas y regresara a tierra firme. 

La espera no fue abrumadora, por el contrario, algo en esa escena que se repetía mes con mes me producía regocijo. Era la magnificencia de la luna, su hermosura destellando notas de maldad sobre las partituras del mar, su fuerza, la soberbia con que desentrañaba la naturaleza fútil de aquel delfín.

Mamá tenía razón: lo que el mar se lleva un día regresa, pero a Mario no se lo llevó el mar sino la luna; tardó en volver, porque antes de hacerlo tuvo que luchar contra aquella mujer obstinada. Cuando su lucha terminó, cuando su cuerpo zarandeado comenzaba a deshacerse y su fetidez causaba asco a la luna,  yo me encontraba allí parada a la orilla del mar, lista para recibirlo.

Sólo yo fui testigo de su regreso; los padres y la novia se habían olvidado de él, la gente del pueblo dormía cuando éste flotaba entre las olas. Dejé que varara en la playa, luego lo envolví en una sábana para evitar que la fuerza de mis manos arrancara trozos de su piel; lo arrastré hasta mi casa, lo subí en la cama y lo acomodé para que tomara el descanso que pedía después de tantos años en batalla; me recosté a su lado y, por primera vez, pasamos una noche juntos.

A la mañana siguiente abrí las ventanas para que el sol lo iluminara y secara los restos de agua de luna; pero su carne parecía impedida para recibir los rayos de luz. Una sombra impenetrable cobijaba su cadáver. Qué bella era su silueta sombría, qué bella sería yo si esa misma nebulosa me cubriera, si las aguas del reflejo lunar insuflaran mi vacío y lo llenaran de vida. 

El olor que expedía Mario era exquisito; una mezcla entre agua salda y piedra milenaria se extendía a lo largo y ancho de la casa. No podía evitar estar pegada a su cuerpo, hundir mi nariz en su pecho, su boca, restregar mi sexo contra el suyo con la única esperanza de que ese aroma se impregnara en mí. Seguí revolcándome sobre él por días, tal vez por meses, hasta que la nube de vapor que lo guarecía se fue desvaneciendo; el olor de la luna desapareció.

Sin luna adentro, el cuerpo de Mario se convirtió en una carga, en un pedazo de carne putrefacta que lastimaba mi olfato, agredía mi vista y ofendía mis sentires. Dónde estaba mi Mario, dónde aquel chico de mi infancia al que miré por años desde un rincón. No sabía si él cambió o lo hice yo, si la naturaleza que le atribuí desde el recuerdo no era su naturaleza, o si mi naturaleza, desde donde lo había mirado, se transformó en algún momento sin que yo lo notara, o si ésta, nunca fue mía. 

Aun así mantuve su cadáver en casa por un largo tiempo, ya no para tocarlo, mucho menos para amarlo, mi única intención consistía en esperar a que llegara una noche de luna para abrirle los ojos y obligarlo a mirarla, a pedirle perdón. Luego con el puño cerrado golpeaba su estómago y le exigía que me dijera cómo le había hecho para que aquella mujer se enamorara de él. Nunca respondió a mis preguntas, pero las torturas que acometí contra su cuerpo, lentamente, develaron el deseo que me embargaba. 

Muy de mañana enterré a Mario, lejos del mar: ahora tenía claro que el pertenecía a la tierra y no a la luna. Después de echar la última palada de arena tiré sobre su lecho unas gotas de agua salada, para que nunca olvidara la batalla que tuvo que enfrentar antes de regresar a su lugar. Lo acompañé por unas horas, me dolía pensar en un entierro tan desolado. Le platiqué quién era yo, dónde lo había conocido, cómo me enamoré de él; hablé sobre los días que pasé mirándolo sin que él me viera, la emoción que sentí cuando me enteré que era feliz con esa chica; expliqué por qué lo esperaba a la orilla del mar y por qué ahora lo dejaba en la tierra para nunca más volver.

En cuanto oscureció ambulé hacia la playa, en la orilla me mantuve de pie hasta que la luna alcanzó la altura exacta en que su reflejo dominaba las aguas. Abandoné mis ropas, caminé entre las olas, podía sentir cómo el agua salada hinchaba mis poros y los irritaba, pero una vez que llegué al epicentro lunar, una nebulosa cubrió mi cuerpo y pude nadar sin que la furia del mar frenara mis deseos. 

Así supe que yo era de la luna, que mis entrañas están hechas de fábulas que revelan el principio del tiempo, que tengo de monstruo aberrante y siniestro, lo mismo que de estrella fugaz que colorea la noche, que mi corazón es de roca volcánica y abrasa sin distinción a aquel que ante el abismo siente frío: estoy hecha de polvo de luna. 

Desde entonces me he convertido en delfín que se zambulle en el ombligo de su belleza. A veces me pregunto si alguien contará mi historia. De ser así espero no olviden decir que a mí no me llevó el mar, sino el reflejo de la luna, y que nunca seré devuelta a tierra firme. 
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Julio pepenador

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Dime qué es


Enfermarse es…

Sentados, esperando a que salieran, sus piernas inquietas no dejaban de moverse;  se ponían de pie, observaban sus manos, cruzaban miradas, se mordían las uñas.

Álvaro, con una extraña enfermedad desde los 3 años, acudía los jueves por la tarde a su cita con el doctor; Luisa, con cáncer, iba a la misma hora, al mismo lugar.

Regina llevaba a Álvaro; Ismael a Luisa. 

No quiero entrar solo mamá, tengo miedo; acompáñame. No puedo hijo, el doctor lo prohibió, entra, te estaré esperando, ¿si sabes que te amo?

Isma, si quieres puedes irte, no tienes por qué soportar esto. ¿Por qué dices eso?  Disfruto cada momento a tu lado, además,  prometí que iba a estar siempre contigo ¿no? anda, dame un beso, aquí te espero. 

Esperar es…

Ya se tardaron ¿no? Un poco, sí, ya saldrán. ¿Quieres ir por un café? No lo creo, puede que salga y no me encuentre, no quiero que se preocupe. Bueno, entonces voy sola, traeré dos cafés. No se moleste, así estoy bien. ¿Seguro? No me cuesta nada. Que sea un americano, muchas gracias. Ja, ja, de acuerdo.

Toma, no le eché azúcar. Perfecto, el azúcar al café es como el frío a la primavera. ¿Cómo? Pues sí, lo arruina. Es posible; por cierto ¿cómo te llamas? Ismael  ¿y usted? ¿usted? Si nos vemos de la misma edad, me llamo Regina. Bonito nombre. Lo mismo digo. ¿Qué tiene tu…esposa? Cáncer ¿ese niño es tu hijo? Sí ¿se parece a mí? Un poco, tienen las mismas pestañas ¿qué tiene? No lo sabemos, ha estado enfermo desde muy chico, por más que le hacen estudios no sabemos qué es. 

La quieres mucho ¿verdad? Sí, es mi esposa, cómo no amarla. ¿Y tu esposo? Buena pregunta, trabajando. ¿Quieres salir a fumar? No, ya te dije que no quiero que salga mi esposa y se espante. Sólo cinco minutos, ándale. Pero que sean sólo cinco. Vamos. 

Imaginar es…

¿Sabes? Hay veces en las que quisiera desvanecerme en el aire, así como el humo del cigarro. ¿Por? No sé, estoy un poco cansada ¿tú no? No, es mi mujer, la amo. Yo también amo a  mi hijo, pero no significa que no esté cansada. Pues sí, tienes razón, yo…no sé, me siento confundido, la veo y… ¿ya pasaron los cinco minutos? ¿Y qué? ¿Ya no te gusta? Regina, no es tan simple, es mi mujer. Ay, por favor, lo mismo de siempre. 

Si fuera tu Hada Madrina ¿qué me pedirías? Salud para Luisa ¿en serio? Sí. ¿Y si te dijera que eso es irreversible? Entonces no serías tan poderosa; a ver, si yo fuera un mago ¿qué me pedirías? Ja, ja, viajar, viajar contigo, sólo para relajarnos. ¿Conmigo? Discúlpame pero apenas nos conocemos. ¿Y si te dijera que ya te conocía? Te he visto Ismael, cada jueves estamos aquí, juntos, viviendo toda esta fruslería. Yo no te conozco Regina, lo siento mucho. Ismael, toma mi mano, cierra tus ojos y escúchame. ¿Qué? Sólo hazlo ¿sí?


Tú, vestido de un elegante traje blanco, esperas a que salga del consultorio para decirte la gran noticia: tendremos un hijo, perfectamente sano. Emocionados, caminamos a casa de la mano y en cada esquina nos repetimos lo bueno que es esto. En cama, nos abrazamos y dormimos tranquilos, con la certeza de que estaremos siempre juntos. Me besas en la frente y agradeces que esté bien, sana. Al fin descansamos y…

Detente Regina ¿a dónde quieres llegar? Hasta donde tú lo pidas Ismael. Espera ¿te volviste loco? ¿por qué me besas? Porque sí quiero ese escenario, quiero un hijo, quiero una mujer contenta; tú también lo quieres, quieres un niño, uno sano ¿no es cierto? Quiero todo lo que has dicho. ¿En serio? Entonces…

Todo es… no lo sé

Ismael ¿dónde estabas? Me tenías preocupada, pensé que te habías ido. Regina, mi amor, no sabes cuánto te extrañé, te amo y quiero decirte que siempre, siempre quiero estar contigo. Tranquilo Isma, sólo fueron veinte minutos. Mami ¿por qué te fuiste? Creí que te habías cansado de mí, que me habías abandonado. No amor ¿cómo crees? Nunca, jamás lo pensaría, ni siquiera me ha pasado por la cabeza, eres mi hijo ¿no? 





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Naturaleza editada


Vacilaba entre tomarse otro trago o comenzar de nuevo. El temor se hacía presente, no había mucho a qué aferrarse esta vez, los arañazos en las paredes aturdían su concentración y la expectativa lo impacientaba; estaba indeciso y su cuerpo era un carnaval errático de reflejos. Balbuceaba otras explicaciones y sus gestos se interrumpían continuamente, aún no podía asimilar lo que había sentido: ¡Contradictorio, todo es tan contradictorio, cuál es el sentido de todo esto! Demasiados sacrificios, demasiadas dudas aún, qué sentido ha tenido. 

Sus expectativas habían sido rebasadas, tanto orden no había hecho más que evocar violencia en su consciencia, o al menos eso era lo que entendía en una primera impresión. Se sentía ajeno, minúsculo e irrelevante; la calma que había estado persiguiendo y que creía haber acotado en un sólo evento, en una última acción se desmoronaba en fragmentos de infinita desesperanza: Pero si todo había sido tan claro, cualquier pregunta pude haber explorado. ¿Acaso no puedo ser capaz de acceder a esa paz de entendimiento? 

Más humano que nunca trataba de hallar un lugar en el mundo. Encendió una vela y comenzó a mover los muebles de un lado a otro, separó sus ropas limpias del resto, con la vela prendió un cigarro que le agitó las entrañas: ¡Maldita sea! ¿Dónde están los demás?, dijo arrebatadamente y se tumbó en un rincón desde donde podía ver como bailaba la flama. 

En su cuarto había palomillas posadas en el techo que se dejaban llevar por la agitación de la luz, y de vez en vez, incursionaban hacia la vela o azotaban contra la ventana húmeda; la luz de afuera se despedía con la profundidad de un azul pálido y oscuro. El día acababa indiferente a sus dudas. Él también indiferente, mientras caminaba hacia la cama pisó una palomilla, apagó la vela, bebió otro sorbo y se puso a soñar.

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Venganza


Raúl: ella se quedó contigo, no hay más que decir. Eso significa que este mail no tiene sentido y que es producto de un rencor muy justificado. Por eso sin más, quiero preguntarte: ¿Eugenia se ha metido tu miembro en la boca hasta el colmo de querer vomitar? Al no lograrlo y después de un par de arcadas, ¿solía recomponer ese esputo espeso y como digiriéndolo con soberana lujuria, lograba escupirlo hacia tu glande para luego esparcirlo con su mano suave y parsimoniosamente sobre todo tu pene? ¿No? Pues te voy a decir por qué no lo hace. 

Porque tu “varita” (así me dijo que la llamaba) es lo suficientemente pequeña como para quitarle toda la inspiración.


Cuando este mail llegué a ti seguramente ya estarás casado con ella y también habrán tenido su luna de miel. Te dejé un regalito de bodas sobre ella: el rasguño que de la nalga izquierda baja hasta su ingle, se lo hice con un anillo de plata que luego le refundí en la flor para sacárselo y volvérselo a meter ahí, donde los sodomitas alcanzan su realización. Revísala, ella no se dio cuenta.

La verdad sea dicha estoy ardido. Entonces te contaré un par de secretos: Uno, el tatuaje que tiene en el vientre arriba del monte de venus se lo hizo hace tres años, como bien sabes; a ti te dijo que era un mándala relacionado con el chakra del amor. Pues te mintió. Se lo puso ahí porque Jenni Lee, mi actriz porno favorita, tenía uno igual y gracias a su increíble parecido, al tatuárselo también cumpliría una de mis más grandes fantasías sexuales: coger con la gemela de Jenni Lee. Dos: desde entonces a Eugenia le digo Jenni.

Me despido de ti aclarándote finalmente por qué tus mejores amigos no fueron a tu boda (ahora ya sabes porque no fui yo) y por qué nunca te dijeron lo mal que les caía Jenni. Hablo de Fercho, el Burro y el Sarquis.

El día de tu fiesta de 30 años ella estaba pedísima y cachonda. Cuando te quedaste dormido fue hacia el baño y al salir me puso las pantaletas en el bolsillo del saco diciendo: ―Sígueme, quiero comérmela. Yo sabía que el Sarquis vivía cerca de tu departamento, por eso habría peligro. Subimos, nos colocamos al fondo del pasillo frente a una puerta y se dio la media vuelta. Notó que la tenía flácida. Yo le agarraba las nalgas, le apretaba los senos, le mordía el cuello. Ella pujaba, se metía mis dedos entre la vagina. Me agarraba la cabeza y se arqueaba, pidiéndomela. Fue cuando escuchamos que subían. Yo reaccioné. La sensación de ser descubiertos comenzó a excitarme enormemente. Me dijo que parara y fue en ese instante que sentí como se me llenaba la pinga de sangre. Con los pantalones abajo y mientras ella intentaba empujarme, la agarré por los cabellos con la mano derecha, jalándola hacia a mí; con la izquierda logré empinarla casi 90 grados, metiéndosela por atrás. Gritó. El grito ocasionó que quienes venían por la escalera subieran más rápido. No pude parar. Los tipos, ya frente a nosotros nos iluminaron. Jenni no se dejó de mover y pujar. Vengan les dijo, ¿o  piensan quedarse sólo viendo?

¿Para qué te cuento lo que siguió? Basta decirte que desde entonces sé por qué al Burro lo llaman así. Yo perdí la erección mientras Fercho ocupaba mi lugar y el Sarquis se la sacaba para que Jenni se la pusiera en la boca. Todos se vinieron al mismo tiempo.

PD: Mucha suerte Raúl. Aparte de este mail te mandé por Face un mensaje que dice: UN APLAUSO A ESA PERSONA QUE TE BORRÓ, TE BLOQUEÓ Y AHORA ESTÁ VIENDO TU PERFIL DESDE EL FACEBOOK DE UN AMIGO…

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Naturaleza urbana

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Una blasfemia en día de guardar


En verdad quisiera entenderte, saber por qué el juego de locos que comienzas no nos compete pero sí nos degrada. Comprender sin afán de ser más que tú, pero sí con la esperanza de decirte que has estado equivocado. No interrumpas o hagas oídos sordos, por una vez sé atento y agradece que algunos aún seguimos recurriendo a tu estupidez hecha verdad. ¡Y qué verdad! Tan jodida como nuestra alma, tan mortífera como tu insana voluntad. ¿Qué ganas con cerrar las cortinas cuando el asombro de nuestra sangre es tu mejor retórica? Aplaude más, por lo menos da ese gusto a quienes pensando en ti desaparecen y mueren ciertos de que ha sido desde tu razón gloriosa. ¿Quieres que te cuente una historia? Anda, es algo pequeño, tú que gozas de gran misericordia, permíteme este capricho. Resulta que ella creía en ti, incluso bautizó a su hijo para hacerlo también parte de ti. Nació, creció, estudió, se reprodujo, se divirtió, y ahora también murió. Pero, ¿sabes?, ella no era vieja, tenía sólo 28 años, y no estaba muy enferma, como suele ser lo más aceptado de tu voluntad ante las muertes jóvenes. Trabajaba, así que no era una carga social que debiera ser convertida en estatua de sal. Ella quiso ser alegre una noche, y lo fue un momento, conversó, rio, bailó, se sonrojó. Ellos, llegaron y se la llevaron. La violaron y la mataron. Ella y ellos, no se conocían. Pero, tú si los conocías, los creaste, al parecer con tu bendición y eterna vanidad. A tu imagen y semejanza. Te cuento la historia, no por reprocharte algo, ya te lo dije. Sólo quiero saber, no más que tú, pero sí lo suficiente para  comprender: ¿Por qué con algunos eres tan bueno que permites la creencia, y con  otras, eres un cobarde, un verdadero, omnisciente, omnipresente hijo de puta?
¡Justicia por Freda y por todas!

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Curiosa descripción de una Mimosa púdica


Mimosa púdica, sensitiva, vergonzosa; "no me toques", moriviví, adormidera o dormilona... Se caracteriza por su curiosa personalidad: es el ser más tímido de la naturaleza y su único objetivo es pasar desapercibida. Es tan fuerte este deseo  que toda su morfología gira en torno al único objetivo de olvidar y ser olvidada.

Ella quería ser una planta de la familia de las cactáceas, de esa manera le  hubiera tocado vivir en el lugar más desolado de la tierra, el desierto; no necesitaría casi de agua, así que la lluvia no tendría que visitarla muy seguido. Sin embargo, se tuvo que resignar con ser una fabácea de sombra, no debe de estar bajo la luz del sol donde otros seres vivos podrían verla. También se resignó con sólo necesitar agua cada tercer día, ¡bueno, al menos la visita del agua será de vez en cuando! De lo que por desgracia no se pudo deshacer son de esas florecitas muy pequeñas de color rosado malva que de vez en cuando salen sin que ella pueda hacer algo para evitarlo.

Con esas hojas tan simples y normales, su forma pareciera casi sin chiste; así de escueta, nadie se acercaría jamás ni por curiosidad, pero por si acaso, tiene espinas: si alguien se atreve a notar su existencia y sentir curiosidad por verla más de cerca, no tendrá ni la más mínima intención de hacerlo al ver sus “terribles espinas” y terminará por salir huyendo. Por supuesto, la olvidará (no son espinas de cactus, pero bueno, algo es algo). Si esto no le funciona, tiene otra arma de lo más eficaz —es infalible—: es capaz de simular la muerte (¡Así es! Aunque usted no lo crea), ya que si por alguna extraña razón alguien se le acerca —a pesar de su escueta forma— y no siente miedo de sus “terribles espinas”, al mínimo contacto con ella sus hojas se encogen y caen al igual que sus tallos, dándole una forma aún más escuálida.

Sin embargo, la pobre se despierta, pasa el día y duerme con miedo; es más, sueña con el terror de ser vista por algún curioso intrépido. Vive con tanto miedo y se esfuerza tanto en concentrar toda su energía en todos estos mecanismos de defensa, que no logra sobrevivir más de cinco años: el estrés la hace envejecer rápido.

Pero lo más curioso de ella es que lo único que logran todos sus esfuerzos es atraer la atención de los demás: mientras ella se cree el ser más feo, peligroso y patético del mundo, éste la percibe como una maravilla de la naturaleza. Nadie cree que sea una planta fea y sin chiste, al contrario, sus hojas simétricas que se abren y se cierra con el mínimo roce, llaman la atención de cualquiera y su habilidad para simular la muerte sólo produce una preocupación enorme en los que la rodean, quienes se esfuerzan en aprender sus formas y mañas para poder diferenciar cuando en realidad está en peligro de muerte. Pobrecita, esforzarse tanto y para nada.

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