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Sombra de dragón (Draco umbra)


En ningún momento había perdido la dimensión de las cosas, todo lo iba percibiendo como habitualmente percibo la cotidianidad: un poco aberrante, siniestra, pero habitual, real y lo suficientemente estridente como para permanecer atada a ella por principio de embeleso a lo incomprensible. El embeleso, a la entrada de aquel tugurio, se erigía en la forma de un dragón de ojos llameantes que con sus escamas esmeralda enmarcaba la puerta. Un paladín de menor talla custodiaba la entrada, una versión humanizada —y por lo tanto ridícula— del dragón, revisaba los bolsillos de los que ingresaban. Cuando me acerqué, el hombre caricatura-dragón de la puerta me preguntó si venía sola, le dije que me esperaban dentro y me dejó pasar.

Al interior había al menos unas quince mujeres con atuendos que daban cuenta de su oficio. Hace muy poco, un hombre misterioso tuvo la gentileza de explicarme por qué las llaman ficheras, hasta entonces yo no había comprendido a cabalidad. En la pista de baile algunas de ellas se contoneaban, giraban con las luces, describían elipses con los tacones de sus zapatos. Otras más salían de los muros, brotaban como las burbujas del agua cuando hierve, aparecían y desaparecían, prendidas de las paredes, con sus redondeces que no acababan de explotar, con sus senos que no terminaban de reventar y sus miradas de yeso desorbitadas.

Y todo eso era real, podía tocarlo, sentía el calor de toda la gente que se agolpaba sobre mi piel, escuchaba la música amielada de un grupo de salsa que al fondo de la pista tocaba. Respiraba con normalidad, los colores, aunque chillones, guardaban su dimensión, las formas se contenían en sus espacios. Estuve tranquila de saberme dueña de mis sentidos. El brujo aquel me aseguró mil veces que la pócima no era ningún tipo de psicotrópico (una palabra que siempre me ha parecido melodiosa, como para decirla en las noches de hamaca) de cualidades alucinantes, sino únicamente un polvo, suerte de filtro medieval, que purificaba los canales capaces de percibir la forma de las bestias: esas alimañas propias que pautan a capricho nuestros sueños, obsesiones y fobias. Había advertido (y eso era una tranquilidad) que sólo se las podía mirar, verles la forma, conocerles un poco los rasgos, pero no había posibilidad de trabar ningún otro tipo de contacto con ellas, ni con la propia ni con las de los demás, para eso se requería de otro procedimiento mucho más complejo y peligroso, especialmente riesgoso para una neófita, como yo, en el arte de entablar querella con las bestias. Yo había pensado entonces que más que filtro medieval se trataba de un revelador que explotaba los granos de plata para que pudiéramos mirar las figuras que la luz había impreso ya sobre el papel fotográfico de la existencia. Mis fines eran literarios, con mirarles la facha bastaba.

Me acomodé en una de las mesas, pedí una cerveza obscura y un vaso con agua, el calor se hacía espeso. Me puse a mirar alrededor: me gustaba el lugar, me gustaban sus personajes, me gustaba yo instalada en medio de aquel mundo; pero de los rostros de las bestias aún nada. Comencé a reprocharme no haber pedido detalles sobre las formas habituales que delatarían su presencia, al menos de la mía, ahora me veía ahí rodeada de un montón de figuras que podían lo mismo ser la manifestación de la mía propia que de cualquier otra monstruosidad de la noche sórdida en la ciudad.

Entonces me di cuenta de que algunos cuerpos tenían unas sombras particularmente nítidas. Se trataba de unas manchas espigadas que se movían ágil y cadenciosamente entre la gente ¿Serían esas las formas de los demonios de cada uno de los que allí se encontraban? ¿Cómo saber, entre aquel baile como de antifaces, cuál era la propia? Yo siempre había imaginado mi bestia personal (la recreaba casi con ternura) más bien como algo de figura cercana a la del dragón.

Había una sombra particularmente extraña. Obscura, de un gris profundo y espeso, estaba recargada en una de las columnas casi al fondo del salón; aunque me daba la espalda tenía la mortal certeza de que me miraba. Desvié la vista, distraída por cualquier otra cosa: cuando la busqué de nuevo ya no estaba. Pedí otra cerveza. Y entonces la sentí. Detrás de mí alguien se aproximaba con pisadas como las de los elefantes cuando caminan sobre el lodo, dejando huellas profundas como lagunas donde los bichos mueren ahogados. Volteé hacia atrás. Era la sombra, con ese gris impenetrable de tarde de tormenta; esbelta, siniestra, caminaba hacia mí. No tenía ojos, pero tenía mirada, una mirada de llamas que salía de lo alto de su figura y me miraba a mí, atravesando mi carne pero sin traspasarme por completo, como quedándose en el centro de mi cuerpo, habitándolo. Cuando llegó justo a mi lado, me tocó con una de sus umbrosas extremidades las costillas. Quise sonreírle pero sólo me salió un gesto torcido. ¿No se suponía que una no podía trabar relación con las bestias más que mediante una serie de procedimientos extraños y peligrosos? ¿Sería entonces que esa no era la bestia? O en todo caso, no la mía, quizá la de alguien más que me invitaba a salir a la noche a caminar. Y fue cuando supe, no sé cómo lo supe, que me ofrecía el brazo  u brazo de sombra para salir. Dejé sobre la mesa el pago por mis cervezas, me colgué al cuerpo de la obscuridad y salimos a la calle. 

Afuera brillaban los charcos tornasoles y grasientos que había dejado la lluvia. Yo los esquivaba con descuido, pegándome al cuerpo (¿era un cuerpo?) aquél que me guiaba por pasillos renegridos por otras sombras. Sé que recorrimos puentes y túneles, que anduvimos kilómetros por las banquetas de micro ciudades dentro de la gran ciudad. Sé que nos contamos infinidad de historias, que eran todas iguales y que encontraban cada una su secuencia en la del otro. Y luego fue una habitación donde fui sombra espesa y tibia tendida sobre el claro de una luna. Fui una sombra gris como el fondo de unos ojos, con la espalda desnuda, donde otra sombra, más obscura y más espesa, colocaba un beso de lava que me atravesaba la columna y se quedaba dentro, en las vísceras, soltando ondas de calor. Sé que estuvimos tendidos sobre el piso de una habitación circular que olía a humedad y que salimos antes de que amaneciera, que caminamos tomados de la mano, o de ese pedazo de sombra que podía ser una mano, y que fatalmente llegamos pronto a la entrada de mi edificio. Sé que me tomó de nuevo de las costillas y me acomodó algo como un beso o como una mordida o una palabra letal en la garganta y se fue.

El timbre del teléfono, demasiado cerca, me arrojó a la mañana con un dolor caliente de huesos rotos. Me levanté para contestar pero no alcancé. Puse el café, comenzaba a rearmar la noche. Me ardían la garganta y la espalda. En la palma de la mano descubrí una mancha aterciopelada como de ceniza.

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