Mamá decía que todo lo que el mar se lleva, luego de un tiempo lo regresa. Por eso todas las noches de luna, en cuanto la marea empezaba a subir, yo volvía a la playa en donde un día el mar se llevó a mi Mario.
Yo no vi cuando las olas se lo tragaron, eso lo supe luego de un tiempo, cuando en una fiesta me encontré con la amiga de la amiga de su novia, quien me contó la historia: Mario nadaba bajo la luz de la luna, como delfín hacía piruetas en el aire y luego consagraba su acto con un chapuzón; una, dos, tres veces repitió el mismo movimiento, pero la tercera vez que se sumergió fue para no volver a salir.
La mujer también dijo que los padres de Mario y la novia montaron guardia frente a la playa con la esperanza de que el mar escupiera su cuerpo, pero al cabo de siete días, al ver que esto no sucedía, regresaron a sus casas.
El día que yo llegué a la playa ya habían pasado seis años desde la desaparición de mi Mario. La gente del poblado no recordaba del todo bien la historia de su muerte, pero habían llenado los huecos que deja el olvido con detalles fantásticos: una señora aseguraba haber visto cómo, mientras él hacía la última pirueta en el aire, una ballena salió de las aguas, abrió la boca y engulló su robusta silueta; un niño decía que su abuelo le contó que un muchacho, desilusionado al ver que la belleza de su novia desmerecía ante la beldad de la luna, enloqueció y se arrojó al mar para unirse en beso eterno con el reflejo de la mujer de cara redonda y blanca; una anciana dijo que Mario no estaba muerto, que se había convertido en un delfín y que en las noches de luna llena podía oírsele cantar coplas de amor a la luna. Me quedé con la última historia, porque pensé que de haber estado yo en su lugar, me hubiera gustado que así se contara mi muerte.
Cada que me encontraba en la playa esperando su regreso, aguzaba el oído para alcanzar a escuchar su canto. Después de tres años lo oí primera vez: el compás de sus chillidos seguía el ritmo de una marcha de guerra, en tono de reclamo él le pedía a la luna que lo dejara libre; Mario nunca la amó, pero ella sí que se enamoró de él, por eso lo encarceló en su reflejo.
Ese primer día las dudas no dejaron de invadirme. ¿Por qué Mario no se había enamorado de la luna? ¿Por qué en lugar de cantar coplas en honora su belleza profería maldiciones a la mujer de las sombras? ¿Qué haría yo si ella se enamorara de mí?
Seguí esperando. Todas las noches de luna llena me sentaba en la orilla de la playa para mirar cómo el delfín, furioso, azotaba su cuerpo contra las olas. Aguardaba el momento en que mi Mario rompiera las cadenas y regresara a tierra firme.
La espera no fue abrumadora, por el contrario, algo en esa escena que se repetía mes con mes me producía regocijo. Era la magnificencia de la luna, su hermosura destellando notas de maldad sobre las partituras del mar, su fuerza, la soberbia con que desentrañaba la naturaleza fútil de aquel delfín.
Mamá tenía razón: lo que el mar se lleva un día regresa, pero a Mario no se lo llevó el mar sino la luna; tardó en volver, porque antes de hacerlo tuvo que luchar contra aquella mujer obstinada. Cuando su lucha terminó, cuando su cuerpo zarandeado comenzaba a deshacerse y su fetidez causaba asco a la luna, yo me encontraba allí parada a la orilla del mar, lista para recibirlo.
Sólo yo fui testigo de su regreso; los padres y la novia se habían olvidado de él, la gente del pueblo dormía cuando éste flotaba entre las olas. Dejé que varara en la playa, luego lo envolví en una sábana para evitar que la fuerza de mis manos arrancara trozos de su piel; lo arrastré hasta mi casa, lo subí en la cama y lo acomodé para que tomara el descanso que pedía después de tantos años en batalla; me recosté a su lado y, por primera vez, pasamos una noche juntos.
A la mañana siguiente abrí las ventanas para que el sol lo iluminara y secara los restos de agua de luna; pero su carne parecía impedida para recibir los rayos de luz. Una sombra impenetrable cobijaba su cadáver. Qué bella era su silueta sombría, qué bella sería yo si esa misma nebulosa me cubriera, si las aguas del reflejo lunar insuflaran mi vacío y lo llenaran de vida.
El olor que expedía Mario era exquisito; una mezcla entre agua salda y piedra milenaria se extendía a lo largo y ancho de la casa. No podía evitar estar pegada a su cuerpo, hundir mi nariz en su pecho, su boca, restregar mi sexo contra el suyo con la única esperanza de que ese aroma se impregnara en mí. Seguí revolcándome sobre él por días, tal vez por meses, hasta que la nube de vapor que lo guarecía se fue desvaneciendo; el olor de la luna desapareció.
Sin luna adentro, el cuerpo de Mario se convirtió en una carga, en un pedazo de carne putrefacta que lastimaba mi olfato, agredía mi vista y ofendía mis sentires. Dónde estaba mi Mario, dónde aquel chico de mi infancia al que miré por años desde un rincón. No sabía si él cambió o lo hice yo, si la naturaleza que le atribuí desde el recuerdo no era su naturaleza, o si mi naturaleza, desde donde lo había mirado, se transformó en algún momento sin que yo lo notara, o si ésta, nunca fue mía.
Aun así mantuve su cadáver en casa por un largo tiempo, ya no para tocarlo, mucho menos para amarlo, mi única intención consistía en esperar a que llegara una noche de luna para abrirle los ojos y obligarlo a mirarla, a pedirle perdón. Luego con el puño cerrado golpeaba su estómago y le exigía que me dijera cómo le había hecho para que aquella mujer se enamorara de él. Nunca respondió a mis preguntas, pero las torturas que acometí contra su cuerpo, lentamente, develaron el deseo que me embargaba.
Muy de mañana enterré a Mario, lejos del mar: ahora tenía claro que el pertenecía a la tierra y no a la luna. Después de echar la última palada de arena tiré sobre su lecho unas gotas de agua salada, para que nunca olvidara la batalla que tuvo que enfrentar antes de regresar a su lugar. Lo acompañé por unas horas, me dolía pensar en un entierro tan desolado. Le platiqué quién era yo, dónde lo había conocido, cómo me enamoré de él; hablé sobre los días que pasé mirándolo sin que él me viera, la emoción que sentí cuando me enteré que era feliz con esa chica; expliqué por qué lo esperaba a la orilla del mar y por qué ahora lo dejaba en la tierra para nunca más volver.
En cuanto oscureció ambulé hacia la playa, en la orilla me mantuve de pie hasta que la luna alcanzó la altura exacta en que su reflejo dominaba las aguas. Abandoné mis ropas, caminé entre las olas, podía sentir cómo el agua salada hinchaba mis poros y los irritaba, pero una vez que llegué al epicentro lunar, una nebulosa cubrió mi cuerpo y pude nadar sin que la furia del mar frenara mis deseos.
Así supe que yo era de la luna, que mis entrañas están hechas de fábulas que revelan el principio del tiempo, que tengo de monstruo aberrante y siniestro, lo mismo que de estrella fugaz que colorea la noche, que mi corazón es de roca volcánica y abrasa sin distinción a aquel que ante el abismo siente frío: estoy hecha de polvo de luna.
Desde entonces me he convertido en delfín que se zambulle en el ombligo de su belleza. A veces me pregunto si alguien contará mi historia. De ser así espero no olviden decir que a mí no me llevó el mar, sino el reflejo de la luna, y que nunca seré devuelta a tierra firme.